Hasta que lo deje, no le daré ni un peso: el precio de la dignidad

—¡No puedo más, mamá! —gritó Mariana, con la voz quebrada, mientras sostenía a la pequeña Sofía en brazos y trataba de calmar a Emiliano, que lloraba en la cuna.

Yo la miré desde la puerta de la cocina, sintiendo el peso de cada palabra. El olor a café recalentado y pan viejo llenaba el aire. Afuera, el sol de Ciudad de México apenas asomaba entre los edificios, pero dentro de ese departamento, la tormenta era otra.

—¿Y qué quieres que haga, hija? —le respondí, tratando de mantener la calma, aunque por dentro sentía que me desgarraba—. Ya te lo dije: hasta que no dejes a ese bueno para nada, no te voy a dar ni un peso más.

Mariana me miró con los ojos llenos de rabia y tristeza. Tenía ojeras profundas y el cabello recogido a la carrera. Su esposo, Julián, dormía en el sofá, ajeno a todo, como si la vida no fuera con él. Llevaba meses sin un trabajo fijo, apenas salía a buscar algo y, cuando lo encontraba, era por unos días. El resto del tiempo, se la pasaba viendo partidos o jugando en el celular.

—¿De verdad prefieres verme así, sufriendo, antes que ayudarme? —me preguntó Mariana, la voz temblorosa.

Sentí un nudo en la garganta. No era fácil. Yo misma me crié en una familia donde mi madre aguantó a mi padre borracho y flojo por miedo al qué dirán. Juré que mis hijas no pasarían por lo mismo. Pero ahora, la historia parecía repetirse.

—No es eso, hija. Pero tienes que abrir los ojos. Ese hombre no va a cambiar. Si sigues así, te va a arrastrar con él. ¿De verdad quieres que tus hijos crezcan viendo esto?

Mariana bajó la mirada. Un silencio incómodo llenó la cocina. Afuera, los cláxones y el bullicio de la ciudad seguían su curso, indiferentes a nuestro drama.

—Mamá, no es tan fácil… —susurró—. ¿A dónde voy a ir? ¿Cómo voy a mantener a los niños sola?

Me acerqué y la abracé. Sentí su cuerpo temblar, como si fuera una niña otra vez. Recordé cuando era pequeña y venía corriendo a mis brazos después de una pesadilla. Ahora, la pesadilla era real y yo no podía espantarla con un cuento.

—Tienes mi casa, Mariana. Pero no puedo seguir dándote dinero para que él siga viviendo de ti. No es justo.

En ese momento, Julián se despertó y entró a la cocina, rascándose la cabeza.

—¿Otra vez con lo mismo? —dijo, con voz ronca—. Ya te dije que estoy buscando trabajo.

—¿Buscando? —le respondí, sin poder contenerme—. ¿Buscando en el sofá? Porque ahí sí eres experto.

Mariana me miró suplicante, como pidiéndome que no siguiera. Pero ya no podía más. Había visto cómo mi hija se apagaba poco a poco, cómo su alegría se convertía en cansancio y resignación.

—Mira, Julián —le dije—. Yo ya no voy a mantenerte. Si quieres quedarte aquí, busca un trabajo de verdad. Si no, mejor vete.

Él me miró con desprecio y salió dando un portazo. El llanto de Emiliano se hizo más fuerte. Mariana corrió a calmarlo.

Esa noche, me quedé en el departamento para ayudarla. Mientras le daba de comer a Sofía, Mariana me confesó entre lágrimas:

—A veces pienso que todo esto es culpa mía. Que elegí mal, que debí escuchar cuando todos me decían que Julián no era para mí.

Le acaricié el cabello y le susurré:

—No es tu culpa, hija. Pero ahora tienes que ser fuerte. Por ti y por tus hijos.

Pasaron los días y la situación empeoró. Julián empezó a llegar tarde, a veces ni siquiera dormía en casa. Mariana lloraba en silencio todas las noches. Yo la visitaba cada vez que podía, pero mantenía mi decisión: no más dinero mientras él siguiera ahí.

Un domingo, mientras preparábamos tamales para vender en la colonia —la única forma en que Mariana podía ganar algo de dinero durante su incapacidad—, mi esposo Tomás me tomó del brazo.

—¿No crees que estás siendo muy dura? —me preguntó en voz baja—. Es nuestra hija…

—¿Y qué quieres que haga? —le respondí—. ¿Seguir alimentando a ese flojo? No, Tomás. Ya basta.

Él suspiró y se quedó callado. Sabía que tenía razón, pero también le dolía ver sufrir a Mariana.

Esa tarde, Julián llegó borracho y empezó a gritarle a Mariana porque la comida no estaba lista. Yo estaba ahí y no pude contenerme.

—¡Ya basta! —le grité—. ¡Lárgate de una vez! ¡Aquí nadie te necesita!

Julián me empujó y Mariana se interpuso entre nosotros.

—¡No, mamá! Por favor…

Pero yo ya había tomado una decisión. Llamé a la policía y esa noche Julián pasó unas horas en el Ministerio Público. Cuando volvió, recogió sus cosas y se fue sin mirar atrás.

Mariana se quedó sentada en el suelo, abrazando a sus hijos y llorando desconsolada.

Los días siguientes fueron duros. Mariana tuvo que aprender a vivir sola, a enfrentar el miedo y la incertidumbre. Pero poco a poco empezó a recuperar su sonrisa. Consiguió un trabajo de medio tiempo en una papelería y yo la ayudaba con los niños cuando podía.

Un día, mientras tomábamos café en la terraza de mi casa, Mariana me miró con lágrimas en los ojos y me dijo:

—Gracias, mamá. Si no hubieras sido tan dura conmigo, nunca habría tenido el valor de dejarlo.

La abracé fuerte y sentí que por fin podía respirar tranquila.

Ahora, cuando veo a mis nietos jugar en el patio y a Mariana sonreír de nuevo, me pregunto: ¿Cuántas madres en Latinoamérica están dispuestas a poner límites por el bien de sus hijas? ¿Hasta dónde llega el amor y dónde empieza la dignidad?