Herencia de Sangre Ajena

—¿Por qué no contestas el teléfono, Lucía? —la voz de mi madre retumbó en el altavoz, cargada de preocupación y ese tono de reproche que sólo las madres mexicanas saben usar—. ¿No sabes que aquí una se muere de angustia?

No respondí. El llanto me ahogaba. Había pasado dos meses desde que Tomás, mi esposo, fue asesinado en un asalto en la colonia Narvarte. Desde entonces, cada rincón del departamento parecía un eco de su ausencia: la taza de café que nunca volvió a usar, su camisa colgada detrás de la puerta, el olor a su loción que aún resistía en las sábanas. La ciudad seguía su curso, indiferente al dolor ajeno, pero yo sentía que el tiempo se había detenido.

—Mamá, sólo quiero estar sola —susurré finalmente.

—Eso no te va a devolver a Tomás, hija —replicó ella, y colgó sin esperar respuesta.

Me dejé caer en el sillón. El televisor encendido mostraba imágenes de otra balacera en Iztapalapa. La violencia era una sombra que nos perseguía a todos, pero nunca pensé que me alcanzaría así, tan brutalmente. Tomás era mi refugio, mi risa, mi futuro. Ahora sólo quedaba este vacío.

Esa noche, mientras intentaba dormir, recordé la última conversación que tuvimos. Él me había dicho:

—Lucía, hay cosas de mi familia que no te he contado. Si algún día me pasa algo… busca en el cajón del escritorio.

En ese momento lo tomé como una broma. Ahora, la curiosidad y el dolor se mezclaban en mi pecho. Me levanté y fui al escritorio. En el fondo del cajón encontré una carpeta vieja con papeles amarillentos y una carta dirigida a mí.

“Lucía,

Si estás leyendo esto es porque ya no estoy contigo. No quiero que vivas con miedo ni con dudas. Mi familia viene de un pasado complicado: mi abuelo fue parte de un grupo armado en los años setenta. Siempre temí que ese pasado nos alcanzara. Si algo me sucede, busca a doña Mercedes en Tepito. Ella sabe la verdad.”

Las manos me temblaban. ¿Qué tenía que ver el pasado de Tomás con su muerte? ¿Era sólo una coincidencia o había algo más?

Al día siguiente, después de ignorar las llamadas de mi madre y mi hermana Mariana —quien insistía en que volviera a vivir con ella y sus hijos—, tomé un taxi rumbo a Tepito. El barrio olía a fritanga y peligro; los puestos de ropa y celulares robados se mezclaban con miradas desconfiadas.

—¿Buscas a doña Mercedes? —me preguntó un niño de unos diez años al verme perdida.

Asentí y él me guió por un laberinto de calles hasta una vecindad pintada de azul descascarado. Tocó una puerta y salió una mujer mayor, con trenzas plateadas y ojos duros.

—Tú eres la esposa de Tomás —afirmó sin preguntar.

—Sí… él me dijo que usted sabía la verdad.

Doña Mercedes me hizo pasar y me sirvió café en una taza desportillada.

—Tu marido era buen hombre, pero no podía huir de su sangre —dijo mientras revolvía el azúcar—. Su abuelo fue uno de los fundadores del grupo “Los Insurgentes”, luchaban contra la represión del gobierno en los setenta. Pero cuando todo acabó, algunos se volvieron criminales. Tu suegro intentó alejarse, pero nunca se puede dejar atrás ese pasado… ni esa sangre.

Me contó cómo la familia de Tomás había sido perseguida durante años; cómo algunos primos terminaron en la cárcel o desaparecidos. Me habló de traiciones, de pactos rotos y de cómo Tomás siempre temió que alguien viniera a buscarlo por algo que él nunca hizo.

—¿Cree usted que su muerte tuvo que ver con eso? —pregunté con voz temblorosa.

—En este país nunca se sabe —respondió ella—. Pero si quieres vivir tranquila, tienes que decidir si cargas con ese pasado o lo entierras para siempre.

Salí de Tepito con más preguntas que respuestas. Caminé por Eje 1 Norte sintiendo el peso de una historia ajena sobre mis hombros. ¿Era justo cargar con los pecados de otros? ¿O era simplemente el destino de quienes nacemos en estas tierras?

Esa noche Mariana vino a verme. Discutimos como nunca antes:

—¡No puedes seguir sola! ¡Mamá está enferma del susto! —gritó ella.

—¡No entiendes nada! ¡Tomás murió por algo que ni siquiera era suyo! —le respondí entre lágrimas.

—¿Y tú qué vas a hacer? ¿Vas a seguir revolviendo el pasado hasta volverte loca?

No supe qué contestar. Mariana se fue dando un portazo y yo me quedé mirando el techo, preguntándome si alguna vez podría volver a confiar en alguien o si la violencia nos había condenado a todos a vivir con miedo.

Pasaron los días y la rutina volvió poco a poco: el trabajo en la escuela primaria, las compras en el mercado, las noches solitarias frente al televisor. Pero algo había cambiado en mí. Ya no era sólo el dolor por la ausencia de Tomás; era la certeza de que mi vida estaba marcada por una herencia invisible, una sangre ajena que ahora corría también por mis venas.

Un día recibí una llamada anónima:

—Deja de buscar respuestas o terminarás como él —dijo una voz masculina antes de colgar.

El miedo me paralizó por horas. Pero después sentí rabia: ¿por qué debía callar? ¿Por qué debía aceptar vivir bajo amenaza?

Decidí ir a la prensa local. Conté mi historia bajo anonimato: hablé del pasado de Tomás, de las amenazas, del dolor de perderlo por una violencia que no entiende de inocentes ni culpables. El reportaje salió publicado y pronto otras mujeres comenzaron a contactarme: esposas, madres e hijas marcadas por historias similares.

Nos reunimos en un café del Centro Histórico. Compartimos lágrimas y abrazos; nos dimos cuenta de que no estábamos solas. Decidimos formar un colectivo para exigir justicia y memoria para nuestros muertos.

Hoy escribo estas líneas desde ese mismo departamento vacío donde todo comenzó. La soledad sigue aquí, pero ya no es mi enemiga: es mi fuerza. Aprendí que la sangre ajena puede doler tanto como la propia, pero también puede unirnos para cambiar nuestra historia.

A veces me pregunto: ¿cuántas más tendrán que cargar con heridas heredadas antes de romper este ciclo? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que el miedo decida nuestro destino?

¿Y tú? ¿Qué harías si descubrieras que tu vida está marcada por un pasado que no elegiste?