La Casa de la Calle Olvidada: El Grito de Mariana
—¡No quiero volver a verte nunca más, Mariana! —gritó Julián, su voz retumbando en las paredes húmedas de la casa que apenas se sostenía en pie. El portazo fue tan fuerte que hizo temblar los vidrios rotos de la ventana. Mi hijo Emiliano, de apenas seis años, se aferró a mi falda, temblando como una hoja. Afuera, la lluvia caía con furia sobre el techo de lámina oxidada.
No supe qué decir. Las palabras se me atoraron en la garganta, como si el miedo y la vergüenza hubieran sellado mi voz. Julián pensaba que lo había traicionado con su primo, pero todo era un malentendido alimentado por los chismes del barrio y su propia inseguridad. Yo, Mariana Torres, hija de una familia tradicional de Puebla, criada para obedecer y callar, nunca tuve el valor de defenderme.
Mi madre, doña Teresa, siempre decía: “Una mujer debe aguantar por el bien de la familia”. Mi padre, don Ernesto, era aún más duro: “Si tu marido te deja, no esperes volver aquí”. Así crecí, entre reglas estrictas y miradas reprobatorias. Cuando Julián me pidió matrimonio, pensé que sería mi escape. Pero sólo cambié de cárcel.
La casa donde nos dejó era un cascarón vacío en las afueras de la ciudad. No había luz ni agua. El piso estaba cubierto de polvo y ratas. Emiliano lloraba todas las noches pidiendo a su papá. Yo le inventaba cuentos para distraerlo del hambre y del frío: “Mañana vendrá el sol y traerá pan”, le decía, aunque yo misma no lo creía.
Una tarde, fui a buscar ayuda a casa de mis padres. Mi madre abrió la puerta apenas unos centímetros.
—¿Qué haces aquí? —susurró, mirando hacia atrás por si mi padre escuchaba.
—Mamá, no tengo dónde vivir. Julián nos echó…
—Eso te pasa por no cuidar tu matrimonio —me interrumpió—. No puedo meterme en tus problemas. Mejor vete antes de que tu padre te vea.
Me quedé parada bajo la lluvia, sintiendo cómo el agua lavaba mis lágrimas pero no mi vergüenza. Caminé de regreso a la casa con Emiliano dormido en mis brazos. Pensé en pedir ayuda a las vecinas, pero todas me miraban con lástima o desconfianza. En el barrio, una mujer sola siempre es sospechosa.
Pasaron los días y las noches se hicieron eternas. Aprendí a sobrevivir con poco: recogía pan duro de la panadería del señor Ramiro y lavaba ropa ajena para conseguir unas monedas. Emiliano enfermó de tos y fiebre. No tenía dinero para un médico. Una noche, mientras lo abrazaba para darle calor, sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos.
—Mamá, ¿por qué papá ya no nos quiere? —me preguntó Emiliano con voz débil.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que el amor puede volverse odio? ¿Que los adultos también se equivocan y lastiman sin querer?
Un día, Julián regresó borracho y furioso. Golpeó la puerta hasta casi tirarla abajo.
—¡Sal! ¡Sé que estás ahí con ese desgraciado! —gritaba.
Yo temblaba de miedo mientras Emiliano se escondía detrás de mí. Pero nadie vino a ayudarnos. En ese momento entendí que estábamos solos contra el mundo.
Esa noche decidí que no podía seguir esperando milagros. Con lo poco que tenía, empaqué nuestras cosas y llevé a Emiliano al hospital público. Allí conocí a la doctora Lucía Mendoza, una mujer fuerte que me miró a los ojos y me dijo:
—No estás sola, Mariana. Hay lugares donde pueden ayudarte.
Gracias a ella encontré refugio en una casa para mujeres víctimas de violencia. Por primera vez en meses dormí sin miedo. Emiliano recibió tratamiento y empezó a sonreír otra vez.
Pero la herida seguía abierta. Mi familia nunca me buscó. Julián desapareció del mapa; su familia tampoco quiso saber nada de nosotros. Aprendí a vivir con el dolor y la rabia, pero también descubrí una fuerza que no sabía que tenía.
Hoy trabajo como asistente en una pequeña biblioteca comunitaria. Emiliano va a la escuela y sueña con ser maestro. A veces lo veo jugar con otros niños y me pregunto si algún día podrá olvidar todo lo que vivimos.
A veces me encuentro con mujeres como yo: calladas, rotas por dentro pero con ganas de salir adelante. Les cuento mi historia para que sepan que no están solas.
A veces me pregunto: ¿Por qué en nuestra sociedad es tan fácil juzgar y tan difícil tender la mano? ¿Cuántas Marianas más hay esperando ser escuchadas?
¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre obedecer a todos o finalmente luchar por sí mismas?