La casa de los gritos: Cuando el hogar se convierte en campo de batalla

—¡Ya basta, don Ernesto! ¡No puede poner la música así a las tres de la mañana! —grité desde mi ventana, con la voz temblando entre el miedo y la rabia. Mi esposa, Mariana, me sujetó del brazo, suplicando en susurros: —Por favor, no te metas más… ¿No ves cómo se pone?

Pero era imposible ignorarlo. Desde que nos mudamos a esta casa en el barrio San Rafael de Guadalajara, creímos que habíamos encontrado el lugar perfecto para criar a nuestros hijos, Sofía y Emiliano. El jardín tenía un limonero, la cocina olía a promesas de pan dulce los domingos y los vecinos parecían amables. Pero todo cambió cuando don Ernesto y su familia regresaron de Estados Unidos para instalarse en la casa de al lado.

Al principio fueron solo fiestas. Risas, música norteña hasta el amanecer, carcajadas que atravesaban las paredes delgadas como papel. Mariana intentaba calmarme: —Son nuevos, están celebrando… dale tiempo. Pero el tiempo solo trajo más problemas. Pronto llegaron las peleas: gritos entre Ernesto y su esposa, golpes de puertas, insultos que aprendieron mis hijos antes que las tablas de multiplicar.

Una noche, después de escuchar un portazo tan fuerte que vibraron nuestros cuadros familiares, Sofía se metió en mi cama llorando. —Papá, ¿por qué gritan tanto? ¿Nos van a hacer daño? No supe qué responderle. Me sentí impotente, como si mi deber de proteger a mi familia se desmoronara con cada escándalo al otro lado de la pared.

Intenté hablar con Ernesto varias veces. La última vez, me recibió con una cerveza en la mano y los ojos rojos de rabia. —Mira, compa, aquí todos hacemos lo que queremos. Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta. Sentí el corazón en la garganta. ¿Cómo podía ser tan cínico?

Las cosas empeoraron cuando llamamos a la policía por primera vez. Los oficiales llegaron cansados, como si ya supieran que no podrían hacer mucho. —Señor, si no hay violencia física comprobable, no podemos intervenir… Solo bájele a la música, don Ernesto —dijeron antes de irse. Ernesto nos miró con una sonrisa torcida y desde entonces comenzó a dejar basura frente a nuestra puerta y rayar nuestro coche con insultos.

Mariana empezó a tener ataques de ansiedad. Emiliano dejó de invitar amigos a casa. Yo apenas dormía, esperando el siguiente escándalo o el sonido de botellas rompiéndose en el patio. Una tarde encontré a Sofía escribiendo una carta: “Querido Santa Claus, este año solo quiero que mis vecinos se vayan”. Me rompió el alma.

Intentamos todo: mediación vecinal, hablar con el presidente del condominio, incluso buscar ayuda legal. Pero Ernesto tenía conocidos en la delegación y siempre salía impune. Una noche escuchamos golpes y gritos aún más fuertes; llamamos al 911 temblando. Cuando llegó la patrulla, Ernesto salió sangrando de la ceja y acusó a su esposa de haberlo atacado con una botella. Se llevaron a su esposa esposada mientras sus hijos pequeños lloraban en la banqueta.

Esa noche Mariana me miró con los ojos llenos de lágrimas: —¿Y si nos vamos? Pero yo no quería rendirme. Habíamos trabajado años para comprar esta casa; era nuestro sueño… ¿Cómo podíamos dejarlo todo por culpa de unos vecinos violentos?

Los meses pasaron y la situación solo empeoró. La policía ya conocía nuestra dirección; algunos oficiales nos saludaban por nuestro nombre. Los demás vecinos comenzaron a evitarnos, temerosos de verse involucrados en el conflicto. Mariana dejó su trabajo porque no podía dejar solos a los niños ni un minuto.

Un día encontré a Emiliano escondido bajo la cama durante un escándalo particularmente violento. —Papá, ¿si entran nos van a matar? Sentí una rabia tan grande que quise romper algo, pero solo pude abrazarlo fuerte.

La gota que derramó el vaso fue cuando Ernesto arrojó una piedra contra nuestra ventana y casi le da a Sofía. Llamé a la policía gritando y esa vez sí se lo llevaron detenido por unas horas. Pero regresó al día siguiente como si nada hubiera pasado.

Esa noche Mariana me abrazó fuerte y me dijo: —No puedo más… prefiero vivir en un cuarto prestado que aquí con miedo todos los días. Y así fue como tomamos la decisión más difícil: empacar nuestras cosas y buscar otro lugar para vivir.

Mientras cerraba la puerta por última vez, sentí una mezcla de derrota y alivio. Habíamos perdido nuestra casa soñada, pero al menos teníamos paz.

Ahora, meses después y en otro barrio más tranquilo en Zapopan, todavía me despierto algunas noches esperando escuchar gritos o sirenas. A veces me pregunto: ¿Cuántas familias más viven prisioneras del miedo por culpa de vecinos violentos? ¿Por qué las autoridades no hacen nada hasta que ocurre una tragedia?

¿Ustedes qué harían si su hogar se volviera un infierno por culpa de los vecinos? ¿Vale la pena luchar o es mejor huir antes de perderlo todo?