La casa de papá: Herencias, silencios y cicatrices
—¿Por qué siempre tenés que hacer las cosas a tu manera, Tomás? —La voz de papá retumbó en la cocina, mientras yo apretaba los puños para no responderle. El olor a café quemado llenaba el aire, y afuera llovía como si el cielo estuviera llorando por nosotros.
Julián, mi hermano menor, estaba sentado en la mesa con su celular, ignorando la discusión. Él siempre podía hacerlo: desaparecer del conflicto, como si nada le tocara. Yo, en cambio, era el que se quedaba. El que limpiaba los platos, el que escuchaba los reproches de papá desde que mamá se fue hace ya siete años.
—¿No vas a decir nada? —insistió papá.
—No tengo nada que decir —murmuré, tragando la rabia.
Así era casi todos los días desde que papá enfermó. Yo tenía 28 años y había dejado mi trabajo en la librería para cuidarlo en la casa vieja de San Miguel. Julián, con tres años menos, ya vivía en Buenos Aires con su novia y apenas llamaba una vez por semana. Pero cuando venía, papá se transformaba: le brillaban los ojos, le contaba historias de cuando era joven y hasta se reía. Conmigo solo hablaba de cuentas, remedios y lo mal que cocinaba.
A veces me preguntaba si alguna vez me había querido de verdad o si solo era una sombra en su vida. Cuando mamá murió, fue peor. Julián lloró una semana y después siguió con sus amigos y su guitarra. Yo me quedé con el dolor y la responsabilidad: cuidar a papá, pagar las cuentas, sostener la casa que se caía a pedazos.
Una noche, mientras le cambiaba el suero a papá, él me miró con esos ojos grises tan cansados.
—Vos siempre fuiste fuerte, Tomás —me dijo de repente—. No necesitás que te estén diciendo todo el tiempo que te quieren.
Me quedé helado. ¿Eso era un elogio o una excusa para no haberme abrazado nunca?
El tiempo pasó entre médicos, peleas por dinero y silencios eternos. Julián venía cada tanto con regalos caros y promesas vacías. Yo seguía ahí, viendo cómo papá se apagaba día tras día.
Cuando finalmente murió, sentí alivio y culpa al mismo tiempo. La casa quedó en silencio absoluto. Los vecinos venían a dar el pésame y todos decían lo mismo:
—Qué buen hijo fuiste, Tomás. Siempre al pie del cañón.
Pero nadie sabía lo solo que me sentía. Ni siquiera Julián, que llegó al velorio con un traje nuevo y una sonrisa incómoda.
Después del entierro, nos sentamos en la mesa del comedor con el escribano. El testamento estaba guardado en un sobre amarillo desde hacía años. Yo no esperaba nada grandioso; solo quería saber si papá había pensado en mí alguna vez más allá de las obligaciones.
El escribano leyó en voz alta:
“Dejo la casa ubicada en San Miguel a mi hijo Julián…”
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Julián? ¿La casa donde yo había pasado los últimos cinco años cuidando a papá? ¿La casa que yo había arreglado con mis propias manos?
Julián me miró sorprendido. Por primera vez en mucho tiempo, no supo qué decir.
—Che… Tomi… yo no sabía nada —balbuceó.
El escribano siguió leyendo: “A Tomás le dejo mi colección de libros antiguos y una suma de dinero equivalente al valor de mi auto”.
Libros polvorientos y un auto viejo. Eso era todo lo que valía mi sacrificio.
Me levanté sin decir palabra y salí al patio bajo la lluvia. Sentí bronca, tristeza y una soledad tan grande que me ahogaba. ¿Por qué papá había hecho eso? ¿Por qué siempre fui el segundo para él?
Esa noche no dormí. Caminé por la casa recordando cada rincón: la cocina donde mamá hacía empanadas los domingos; el cuarto donde Julián y yo peleábamos por la PlayStation; el jardín donde papá me enseñó a andar en bici…
Al día siguiente, Julián vino a buscarme.
—Tomás… hablemos —dijo con voz suave—. No quiero la casa así. No quiero que esto nos separe más de lo que ya estamos.
Lo miré con rabia contenida.
—¿Y qué querés que haga? ¿Que te aplauda porque te tocó todo?
Julián bajó la mirada.
—No es justo para vos… Yo ni siquiera quiero vivir acá. Mi vida está en Buenos Aires…
—Pero igual te quedaste con todo —le escupí las palabras—. Siempre fue así: vos te llevás lo mejor y yo me quedo con las sobras.
Julián suspiró.
—¿Sabés qué? Vendamos la casa y repartimos todo. No quiero pelear más con vos por culpa de papá.
Por un momento sentí alivio… pero también rabia. ¿Por qué tenía que ser él quien decidiera? ¿Por qué nunca fui dueño de nada?
Los días siguientes fueron un desfile de abogados, tasadores y recuerdos dolorosos. Cada vez que entraba a una habitación sentía que perdía algo más: mi infancia, mi familia, mi lugar en el mundo.
Una tarde encontré una carta escondida entre los libros antiguos de papá. Era para mí:
“Tomás: Sé que esto te va a doler pero quiero que entiendas algo. La casa es solo una pared más; vos sos mucho más fuerte de lo que creés. Julián necesita algo fijo para no perderse; vos podés empezar de nuevo donde quieras. Perdón si no supe demostrarte cuánto te admiro.”
Lloré como nunca antes. Por todo lo no dicho, por todo lo perdido.
Hoy vivo en un departamento alquilado en San Martín. Los libros de papá están conmigo; los leo cada noche buscando respuestas entre líneas amarillas por el tiempo.
Julián y yo hablamos poco pero ya no hay odio; solo distancia y cicatrices viejas.
A veces me pregunto si alguna vez podré sentirme realmente dueño de algo… o si siempre seré ese hijo invisible al que le tocó aprender a soltar antes de tiempo.
¿Ustedes creen que uno puede perdonar a un padre por no saber querer? ¿O hay heridas que nunca cierran?