La casa que ya no es suya: Una semana con mi madre

—¿Por qué me siento como una extraña en mi propia casa? —escuché a mi mamá susurrar mientras dejaba su maleta junto a la puerta de mi apartamento en Ciudad de México. Sus manos temblaban, y aunque intentó sonreírme, sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas. No era la primera vez que venía a quedarse unos días, pero esta vez había algo distinto: una tristeza pesada, como si hubiera dejado atrás más que paredes y muebles.

Mi mamá, Carmen, tiene 67 años. Siempre fue fuerte, la columna vertebral de nuestra familia. Hace treinta años se casó con Ernesto, mi padrastro, un hombre amable que nos aceptó a mi hermano y a mí como si fuéramos suyos. Juntos levantaron una casa en un barrio popular de Iztapalapa, luchando contra la falta de agua, los apagones y la inseguridad. Esa casa era su orgullo. Pero ahora, Ernesto apenas puede caminar; la diabetes le ha robado la fuerza de las piernas y la paciencia. Mamá lo cuida día y noche, pero últimamente las discusiones son constantes.

—No sé qué le pasa —me confesó esa noche mientras preparábamos café—. Antes me agradecía todo, ahora me reclama hasta por cómo le sirvo la sopa.

Yo la escuchaba en silencio, recordando los domingos de infancia cuando ella cocinaba mole y ponía música de Rocío Dúrcal. Ahora parecía otra mujer: cansada, con el cabello más blanco que negro, y una mirada perdida.

El verdadero motivo de su visita lo supe al tercer día. Mamá se sentó en el borde de mi cama y me tomó la mano.

—Hija, Ernesto cambió el testamento sin decirme nada. La casa… ya no es mía. Se la dejó toda a sus hijos de su primer matrimonio.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Cómo podía ser? Mamá había trabajado toda su vida para esa casa. Vendió tamales en la esquina, lavó ropa ajena, ahorró cada peso para comprar los ladrillos. Y ahora, por una firma y una traición silenciosa, se quedaba sin nada.

—¿Y tú qué vas a hacer? —le pregunté, tratando de no sonar tan asustada como me sentía.

—No sé… No quiero pelear. Pero tampoco quiero regresar ahí como si fuera una sirvienta —me respondió con voz quebrada.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que mamá sacrificó por nosotros: dejó sus sueños para criarme, soportó humillaciones de familiares que nunca la aceptaron del todo por ser madre soltera antes de casarse con Ernesto. Y ahora esto.

Al día siguiente, llegó mi hermano Luis desde Toluca. Nos sentamos los tres en la mesa del comedor, rodeados de tazas vacías y papeles viejos.

—Mamá, tienes que defenderte —dijo Luis—. Esa casa también es tuya por ley.

Pero mamá negó con la cabeza.

—No quiero pleitos ni abogados. Ya estoy cansada de pelear contra la vida.

Luis y yo discutimos largo rato sobre qué hacer. Yo quería buscar ayuda legal; él proponía hablar directamente con Ernesto y sus hijos. Mamá solo nos miraba en silencio, como si ya hubiera perdido la esperanza.

Esa tarde recibimos una llamada inesperada: Ernesto había tenido una caída y estaba en el hospital. Mamá corrió a verlo sin pensarlo dos veces. Cuando regresó, traía los ojos hinchados de tanto llorar.

—Me pidió perdón —nos contó—. Dijo que no quería dejarme desprotegida, pero sus hijos lo presionaron…

Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podían hacerle eso a una mujer que les dio todo? ¿Por qué en nuestra cultura las mujeres mayores siempre terminan siendo invisibles o desechables?

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mamá iba y venía del hospital; yo trataba de animarla con pequeños detalles: su pan dulce favorito, una película vieja en la tele, abrazos largos en la cocina. Pero nada lograba borrar esa sombra en su rostro.

Una noche, mientras lavábamos los trastes juntas, mamá me confesó algo que nunca olvidaré:

—A veces pienso que mi error fue amar demasiado… Siempre puse a todos antes que a mí misma.

Me quedé callada. ¿Cuántas mujeres en México y Latinoamérica viven historias parecidas? ¿Cuántas madres sacrifican todo por una familia que al final las deja solas?

El último día antes de que mamá regresara a su casa —o lo que quedaba de ella— me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No repitas mis errores, hija. No te olvides de ti misma por nadie.

La vi alejarse por el pasillo del edificio, arrastrando su maleta vieja y encorvada por el peso de los años y las decepciones. Sentí ganas de correr tras ella y pedirle que se quedara para siempre conmigo, pero sabía que no podía quitarle lo poco que le quedaba: su dignidad y su historia.

Ahora escribo esto mirando la taza de café que dejó sobre la mesa. Me pregunto: ¿cuántas madres más tendrán que perderlo todo para que aprendamos a valorar su esfuerzo? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que las mujeres mayores sean desplazadas de sus propios hogares?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Lucharían por justicia o respetarían el deseo de una madre cansada de pelear?