La ceguera de Lucía: entre el abandono y el milagro

—¡No, papá! ¡Por favor, no lo hagas!— grité, sintiendo cómo mi madre me sujetaba los hombros con fuerza, intentando calmar mis sollozos. Mi padre, don Ernesto, no respondió. Su silencio era más cruel que cualquier palabra. Sentí el temblor en mi pecho, la desesperación de no poder ver sus rostros, pero sí escuchar el desprecio en cada suspiro.

Mi nombre es Lucía y nací ciega en un pequeño pueblo de Chiapas. Mi familia siempre fue conocida por su buena posición y su obsesión por las apariencias. Mis hermanas, Mariana y Sofía, eran las joyas de la casa: bellas, educadas, siempre sonrientes. Yo era la sombra, la que no podía mirar a los ojos ni devolver una sonrisa. Desde niña aprendí a escuchar los murmullos: “Pobrecita, qué carga para la familia”, “¿Quién va a quererla así?”

Mi madre, doña Teresa, me quería a su manera, pero nunca se atrevió a desafiar a mi padre. Él era el dueño de la casa y de nuestros destinos. Cuando cumplí dieciocho años, supe que mi tiempo en ese hogar estaba contado. Una tarde, mientras tejía sentada en el patio, escuché la voz áspera de mi padre:

—Lucía, ven aquí.

Me levanté tanteando el camino con mi bastón. Sentí el olor a café y pan dulce; era la hora en que mi padre solía recibir visitas importantes. Pero esa vez, el visitante era diferente. Su voz era suave, casi temblorosa.

—Buenas tardes, señor Ernesto…

—Ella es Lucía —dijo mi padre sin presentarme realmente—. Es ciega, pero sabe hacer las tareas del hogar.

El hombre se llamaba Pedro. Supe después que era un mendigo del pueblo, alguien a quien todos miraban con lástima o desprecio. Mi padre le ofreció una pequeña suma de dinero y una promesa: si se casaba conmigo, podría vivir en un cuarto al fondo de la casa y recibir comida todos los días.

—¿Por qué haces esto? —le pregunté esa noche a mi padre, con la voz rota.

—Porque nadie más te va a querer, Lucía. Y ya es hora de que dejes de ser una carga para nosotros.

No dormí esa noche. Escuché a mis hermanas reírse bajito en su cuarto; para ellas era un chisme más para contarle a sus amigas. Mi madre lloró en silencio en la cocina. Yo solo sentí un vacío inmenso.

La boda fue sencilla y fría. Nadie sonrió. Pedro apenas me tocó la mano durante la ceremonia. Cuando llegamos al cuartito al fondo del patio, él habló por primera vez con sinceridad:

—No tienes que temerme. Yo tampoco quería esto… pero no tenía otra opción.

Durante semanas vivimos como extraños. Pedro salía temprano a buscar trabajo o limosna; yo limpiaba el cuarto y tejía en silencio. Pero poco a poco empecé a notar detalles: él siempre traía algo para mí —una flor silvestre, una fruta madura— y me contaba historias del pueblo que yo nunca había escuchado.

Una tarde lluviosa, mientras el agua golpeaba el techo de lámina, Pedro se sentó junto a mí y me tomó la mano.

—Lucía… ¿alguna vez has sentido que eres menos por no ver?

Me sorprendió su pregunta. Nadie me había hablado así antes.

—A veces siento que no pertenezco a ningún lugar —respondí—. Que soy invisible incluso para mi propia familia.

Pedro suspiró.

—Yo también me siento así. Pero contigo… siento que por fin alguien me escucha.

Esa noche hablamos hasta que la lluvia cesó. Por primera vez sentí paz.

Con el tiempo, Pedro consiguió trabajo en una panadería del pueblo. Empezó a traer pan fresco cada mañana y poco a poco fuimos arreglando nuestro pequeño cuarto. Plantamos flores afuera y hasta adoptamos un perrito callejero que nos hacía compañía.

Un día, Mariana vino a buscarme llorando. Su prometido la había dejado por otra mujer más rica.

—¿Cómo puedes ser feliz aquí? —me preguntó entre lágrimas—. ¿No te duele lo que papá te hizo?

La miré (o mejor dicho, giré mi rostro hacia donde sentí su presencia) y le respondí:

—Sí me dolió… pero aquí encontré algo que nunca tuve en esa casa: respeto y cariño sincero.

Mariana se quedó callada. Creo que por primera vez entendió algo de mi dolor.

Pasaron los meses y la relación con mis padres se volvió aún más distante. Solo mi madre venía de vez en cuando a traerme comida o ropa usada de mis hermanas. Un día llegó con una noticia inesperada:

—Tu padre está enfermo… muy grave.

Sentí una mezcla de emociones: rabia, tristeza, compasión. Pedro me acompañó a la casa principal. Al entrar al cuarto de mi padre, escuché su respiración pesada.

—Lucía… —susurró con voz débil— Perdóname… Fui un cobarde…

No supe qué decirle. Solo tomé su mano y lloré en silencio.

Después de su muerte, mi madre decidió mudarse con Sofía a la ciudad. Mariana se quedó sola en la casa grande, pero venía a visitarnos cada semana. Con el tiempo, nuestro pequeño hogar se llenó de vida: amigos del pueblo venían a tomar café, niños jugaban en el patio y hasta organizamos talleres para personas con discapacidad visual.

Pedro y yo aprendimos a amarnos sin miedo ni vergüenza. Él me enseñó a confiar en mis otros sentidos; yo le enseñé que todos merecemos una segunda oportunidad.

A veces me pregunto cómo habría sido mi vida si hubiera nacido viendo… Pero luego escucho la risa de Pedro, siento el sol en mi rostro y sé que encontré mi lugar en el mundo.

¿De verdad somos menos por ser diferentes? ¿O será que el verdadero problema es cómo nos mira la sociedad? ¿Ustedes qué piensan?