La cosecha de la esperanza: la historia de Don Ezequiel
—¡Ezequiel, apúrate! ¡La tormenta viene fuerte!— gritó mi hija Mariana desde la puerta, mientras yo corría entre los surcos de maíz, tratando de salvar lo poco que quedaba de la cosecha. El cielo se había puesto negro como el carbón y el viento aullaba entre los árboles, trayendo consigo el olor a tierra mojada y miedo.
No era la primera vez que sentía ese nudo en el estómago, esa angustia de saber que todo mi esfuerzo podía irse al carajo en cuestión de minutos. Pero esta vez era diferente. Esta vez, si perdía la cosecha, no habría cómo pagarle la universidad a Mariana ni cómo comprarle los medicamentos a mi esposa, Lucía.
Corrí hacia el gallinero, donde las gallinas cacareaban asustadas y las tres kaczki —esas patonas que mi compadre Julián me trajo de Veracruz— chapoteaban en el lodo. El perro, Pancho, ladraba sin parar, como si pudiera ahuyentar las nubes con su voz ronca.
—¡Papá! ¡Déjalo! ¡Vente ya!— insistió Mariana, con los ojos llenos de lágrimas y el cabello pegado a la cara por la lluvia que ya empezaba a caer.
Me detuve un segundo, mirando mi pequeño reino: dos vacas flacas, tres cabras tercas, las kaczki, las gallinas y ese pedazo de tierra que heredé de mi padre. Todo lo que tenía en el mundo. Todo lo que podía perder.
Entré corriendo a la casa justo cuando el granizo empezó a golpear el techo de lámina. Lucía estaba sentada junto a la ventana, mirando el campo con una tristeza infinita.
—Otra vez, Ezequiel… ¿Qué vamos a hacer si se pierde todo?— susurró, sin mirarme.
No supe qué decirle. Me senté a su lado y le tomé la mano. Mariana se abrazó a nosotros y por un momento, sólo escuchamos el estruendo del granizo y el llanto del viento.
Esa noche no dormí. Me quedé sentado junto al fogón apagado, pensando en mi padre y en cómo él también luchó contra tormentas y sequías. Recordé sus palabras: “El campo es ingrato, hijo, pero es lo único que tenemos”.
Al amanecer salí a ver los daños. El maíz estaba aplastado, las papas arrancadas de raíz. Las gallinas seguían vivas, pero asustadas. Las vacas mugían bajo el cobertizo improvisado. Sentí una rabia sorda, una impotencia que me quemaba por dentro.
—¿Y ahora qué?— preguntó Mariana detrás de mí.
—Ahora… ahora hay que empezar de nuevo— respondí, aunque no estaba seguro de creerlo.
Los días siguientes fueron un infierno. No había dinero para reparar la cerca ni para comprar semillas nuevas. Lucía tosía cada vez más fuerte y yo sentía que el peso del mundo caía sobre mis hombros.
Una tarde llegó mi hermano Tomás desde la ciudad. Venía en una camioneta vieja, con cara de pocos amigos.
—Ezequiel, ya basta. Véndelo todo y vente conmigo a Monterrey. Allá hay trabajo en la construcción. Aquí sólo te vas a morir de hambre.
—¿Y dejar la tierra? ¿Dejar a Lucía aquí?— le respondí con amargura.
—¿Qué prefieres? ¿Ver morir a tu familia por orgullo?
No le contesté. Sabía que tenía razón, pero algo dentro de mí se negaba a abandonar lo poco que tenía.
Esa noche discutimos fuerte con Lucía. Ella lloraba y me suplicaba que pensara en Mariana, en su futuro.
—No quiero que mi hija termine como yo, Ezequiel… Quiero que estudie, que salga adelante…
Me sentí más solo que nunca. Salí al patio y miré las estrellas entre las nubes rotas. Le hablé a Dios, aunque hacía años que no rezaba:
—¿Por qué nos castigas así? ¿Qué te hemos hecho?
Al día siguiente fui al pueblo a buscar ayuda. En la tienda del Don Chucho todos hablaban de lo mismo: la tormenta había arruinado media cosecha del valle.
—Dicen que el gobierno va a dar apoyos… pero ya sabes cómo es eso— murmuró Don Chucho mientras me servía un café aguado.
Regresé a casa con las manos vacías y el corazón hecho trizas. Pero al llegar encontré a Mariana limpiando el gallinero y Lucía preparando tortillas con lo poco que quedaba de maíz.
—No te rindas, papá— me dijo Mariana con una sonrisa triste.— Si tú te caes, nosotros también nos caemos.
Esas palabras me dieron fuerza. Decidí vender una cabra y algunas gallinas para comprar semillas nuevas. Empecé a trabajar la tierra otra vez, aunque mis manos sangraban y mi espalda dolía como nunca.
Un día llegó al pueblo una organización que ayudaba a campesinos con microcréditos y asesoría técnica. Me acerqué con desconfianza, pero escuché sus propuestas. Aprendí nuevas formas de sembrar y diversificar los cultivos. Mariana empezó a ayudarme después de clases; juntas plantamos hortalizas y criamos pollos para vender huevos en el mercado.
Poco a poco, las cosas empezaron a mejorar. No fue fácil; hubo días en que no teníamos ni para frijoles. Pero cada vez que veía a Mariana estudiar bajo la luz de una vela o a Lucía sonreír aunque le doliera el pecho, sentía que valía la pena seguir luchando.
Un año después de aquella tormenta, logré sacar una buena cosecha. No me hice rico ni mucho menos, pero pude pagarle la inscripción a Mariana en la universidad y comprarle los medicamentos a Lucía.
Tomás vino a visitarnos y se sorprendió al ver la huerta llena de vida.
—Te admiro, hermano… Yo no hubiera aguantado tanto.
Lo abracé fuerte y le agradecí por preocuparse por nosotros.
Ahora sé que la vida del campo es dura e injusta muchas veces. Pero también sé que aquí está mi raíz, mi historia y mi esperanza.
A veces me pregunto: ¿Cuántos como yo siguen luchando en silencio? ¿Cuántos sueños se pierden por falta de apoyo o por una tormenta inesperada? ¿Vale la pena resistir cuando todo parece perdido?
¿Y tú qué harías si tu mundo se viniera abajo en una noche? ¿Te rendirías o buscarías una razón para seguir adelante?