La deuda de la loba: Un invierno en los Andes

—¡Papá, no salgas! —gritó Valeria desde la cocina, su voz temblando más que el vidrio de la ventana por el viento helado.

Pero ya era tarde. El aullido había atravesado mis huesos como un cuchillo. Aferré la linterna y abrí la puerta de la cabaña, sintiendo el frío cortante de la noche andina. La nieve crujía bajo mis botas y el bosque parecía contener el aliento. Allí, junto al portón de madera, estaba ella: una loba flaca, con el pelaje manchado de sangre y los ojos grandes, dorados, fijos en mí. No gruñía ni mostraba los colmillos; solo jadeaba, exhausta, como si supiera que yo era su última esperanza.

Me llamo Julián Herrera. Tengo sesenta y dos años y toda mi vida he sido guardabosques en este rincón olvidado de los Andes peruanos. He visto pumas, zorros y hasta osos, pero nunca una loba tan cerca del pueblo. Mi esposa, Teresa, siempre dice que los animales sienten quién tiene buen corazón. Yo no sé si es verdad, pero esa noche sentí que debía ayudarla.

—No te acerques, Julián —susurró Teresa detrás de mí, con Valeria aferrada a su bata—. Puede ser peligroso.

Pero la loba apenas podía moverse. Me arrodillé despacio, mostrándole las manos vacías. Ella gimió bajito, como un cachorro asustado. Vi que tenía una trampa de hierro clavada en la pata trasera. Maldije en voz baja a los cazadores furtivos que aún rondaban estos bosques.

—Tranquila, muchacha —le dije con suavidad—. No te haré daño.

Con manos temblorosas, solté el mecanismo oxidado. La loba me lamió la mano antes de desplomarse sobre la nieve. La llevé adentro envuelta en mi poncho, ignorando las protestas de Teresa y el llanto de Valeria.

Esa noche nadie durmió. Teresa rezaba en voz baja mientras yo limpiaba la herida y Valeria me ayudaba a calentar agua. La loba apenas respiraba, pero no dejaba de mirarme con esos ojos llenos de dolor y algo más: gratitud.

Pasaron tres días. Contra todo pronóstico, la loba sobrevivió. Cada mañana le dejaba un poco de carne cerca del fogón y ella comía despacio, sin apartar la vista de nosotros. Valeria empezó a llamarla «Luna» por el brillo plateado de su pelaje bajo la luz nocturna.

Pero en el pueblo comenzaron los rumores. Don Efraín, el alcalde, vino a verme con dos hombres armados.

—Julián, dicen que tienes una bestia salvaje en tu casa —me espetó—. ¿Quieres que ataque a los niños? ¿Que traiga a toda su manada?

—No es una bestia —respondí con rabia contenida—. Está herida y asustada. No le hará daño a nadie.

—No puedes protegerla para siempre —dijo Efraín—. Si algo pasa, será tu culpa.

Esa noche discutí con Teresa hasta el amanecer. Ella tenía miedo por Valeria y por mí. Yo sentía una responsabilidad más grande que mi propio miedo: Luna dependía de mí para sobrevivir.

Al cuarto día, Luna se levantó tambaleante y se acercó a la puerta. Me miró largo rato antes de salir al bosque nevado. Pensé que nunca volvería a verla.

Pasaron semanas. El invierno se hizo más cruel; las cosechas se perdieron bajo la nieve y los animales del pueblo empezaron a desaparecer misteriosamente. Los vecinos murmuraban sobre lobos hambrientos rondando las casas.

Una noche, mientras Valeria dormía y Teresa tejía en silencio, escuché un ruido afuera. Salí con mi linterna y vi tres lobos enormes rodeando nuestro corral de gallinas. Sentí un escalofrío: uno de ellos era Luna.

Me quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Luna se adelantó y me miró fijamente. Los otros dos gruñeron, pero ella les gruñó más fuerte, interponiéndose entre ellos y el corral. Los lobos retrocedieron y desaparecieron entre los árboles.

Al día siguiente, encontré un ciervo muerto cerca del bosque, lejos del pueblo. Era como si Luna hubiera guiado a su manada lejos de nosotros para protegernos.

El invierno terminó y la vida volvió poco a poco al valle. Nadie más perdió animales; los lobos no volvieron a acercarse al pueblo. Pero cada tanto veía a Luna desde lejos, observando nuestra casa desde la colina.

Un día, Valeria me preguntó:

—¿Por qué ayudaste a Luna si todos decían que era peligrosa?

La miré a los ojos y sentí un nudo en la garganta.

—Porque todos merecen una oportunidad —le respondí—. Incluso los que nos dan miedo.

Años después, cuando ya era viejo y Valeria tenía hijos propios, aún contábamos la historia de Luna junto al fuego. Algunos decían que fue una locura; otros que fue un milagro. Yo solo sé que esa loba me enseñó más sobre el valor y la gratitud que cualquier persona.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el miedo decida por nosotros? ¿Y si tuviéramos el valor de mirar más allá del peligro para encontrar algo hermoso?