La deuda de mi madre, mi cruz: El destino que nunca elegí

—¡Lucía, abre la puerta!— gritó mi madre desde el otro lado, con esa voz que mezclaba desesperación y cansancio. Eran las seis de la mañana y yo apenas había dormido. Me levanté rápido, con el corazón acelerado, porque cuando mamá golpeaba así, algo malo había pasado.

Al abrir, la vi temblando, con los ojos rojos y una bolsa de plástico en la mano. —Nos van a cortar la luz otra vez— susurró, evitando mirarme. Sentí una punzada en el pecho. Otra vez. Otra vez la misma historia en nuestra casa de Villa Elvira, en las afueras de Buenos Aires, donde las calles se llenan de barro cuando llueve y los vecinos se conocen más por sus desgracias que por sus alegrías.

Mi madre, Marta, nunca supo decir que no. Cuando mi papá nos dejó, yo tenía nueve años y ella empezó a pedir prestado para todo: para la comida, para los útiles de la escuela, para pagar el alquiler atrasado. Al principio eran sumas pequeñas, pero con los años la bola creció hasta convertirse en una avalancha imposible de detener.

—¿Cuánto debemos ahora?— pregunté, aunque ya sabía que no tenía sentido. Mamá nunca llevaba la cuenta exacta. Solo sabía que debía.

—A doña Rosa le debo cinco mil pesos, a Don Ernesto otros tres mil… y a la financiera…— se detuvo y bajó la cabeza.

La financiera. Ese era el verdadero monstruo. Intereses imposibles, amenazas veladas. Yo tenía diecisiete años y ya sabía lo que era temblar cada vez que sonaba el timbre.

—Mamá, no podemos seguir así— le dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz. —No puedo más. No quiero vivir con miedo todo el tiempo.

Ella me miró por fin, con esos ojos llenos de culpa y amor. —Perdoname, hija. Yo solo quería darte lo que no tuve.

Pero yo no quería cosas. Quería paz. Quería dormir sin sobresaltos. Quería ser una chica normal, ir a la escuela sin preocuparme por si al volver habría luz o comida en casa.

Esa mañana fui a clases con el estómago vacío y la cabeza llena de pensamientos oscuros. Mis amigas, Camila y Florencia, hablaban de sus planes para el fin de semana. Yo solo pensaba en cómo conseguir dinero para pagar aunque fuera una parte de la deuda.

Al volver a casa, encontré a mamá llorando en la cocina. Sobre la mesa estaba la carta de aviso de corte de luz y un papel arrugado con números escritos a mano. Me senté a su lado y le tomé la mano.

—Mamá, tenemos que pedir ayuda— le dije en voz baja.

—¿A quién? Todos están igual que nosotras— respondió entre sollozos.

Tenía razón. En nuestro barrio nadie tenía plata de sobra. Pero yo no podía resignarme a vivir así toda la vida.

Esa noche tomé una decisión: iba a buscar trabajo. Aunque fuera limpiando casas o cuidando niños después del colegio. Al día siguiente recorrí las calles preguntando en cada almacén, panadería y kiosco. En todos lados me decían lo mismo: «Si aparece algo te avisamos». Pero nadie llamaba.

Una tarde, mientras barría la vereda, se acercó Don Ernesto, el vecino al que mamá le debía dinero.

—Lucía, vos sos una chica responsable. ¿No te gustaría ayudarme en el taller? Necesito alguien que me ayude con los papeles y a limpiar un poco.

Acepté sin dudarlo. No era mucho dinero, pero era algo. Empecé a trabajar todas las tardes después del colegio. Con lo poco que ganaba pagábamos parte de las cuentas y comprábamos comida. Pero las deudas seguían creciendo como una sombra imposible de espantar.

Una noche escuché a mamá hablando por teléfono en voz baja:

—Por favor, denme una semana más… Mi hija está trabajando… Sí, sí, yo cumplo…

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que ser yo quien cargara con todo? ¿Por qué mi vida estaba marcada por errores ajenos?

Un día discutimos fuerte. —¡No quiero ser como vos!— le grité llorando —¡No quiero vivir endeudada toda la vida!

Ella se quedó callada mucho tiempo antes de responder:

—Yo tampoco quería esto para vos, Lucía. Pero no supe hacerlo mejor.

En ese momento entendí algo: mi mamá era tan prisionera como yo. Prisionera de sus miedos, de su pasado, de su soledad.

Con el tiempo logré terminar la secundaria y conseguir un trabajo mejor en una librería del centro. Poco a poco fui pagando algunas deudas y aprendí a decir que no cuando mamá quería pedir prestado otra vez.

No fue fácil. Hubo días en los que no nos hablábamos, otros en los que llorábamos juntas abrazadas en la oscuridad del cuarto cuando cortaban la luz.

Hoy tengo veinticinco años y sigo viviendo con mamá en esa misma casa humilde pero ahora sin miedo a los timbres ni a las cartas amenazantes. Aprendí a poner límites y a cuidar lo poco que tenemos.

A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo a mi madre o si podré dejar atrás esa sensación de estar siempre pagando por errores ajenos.

¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad por los actos de quienes amamos? ¿Es posible romper realmente las cadenas del pasado o siempre llevamos algo de esa carga con nosotros?