La Esquina de la Decisión
—¡No corras, Sofía! —le susurré, apretando su mano con fuerza mientras el eco de nuestros pasos se mezclaba con el murmullo lejano de la ciudad. Eran casi las once de la noche y la humedad de Buenos Aires se pegaba a la piel como una segunda camisa. Caminábamos rápido, pero no por prisa, sino por costumbre: todos sabíamos que la noche en el barrio de Almagro podía ser traicionera.
Sofía y yo éramos estudiantes de psicología. Esa noche íbamos a cenar con Mariana, su mejor amiga, que vivía a solo una cuadra del departamento de Sofía. «No te preocupes, es cerca», me había dicho ella, sonriendo con esa confianza que yo envidiaba. Pero mientras doblábamos la esquina de la calle Bulnes, sentí ese escalofrío que te avisa que algo no está bien.
—¿Escuchaste eso? —preguntó Sofía, deteniéndose en seco.
No alcancé a responder. Dos sombras salieron de la oscuridad. Uno de ellos, flaco y nervioso, tenía una navaja oxidada en la mano. El otro, más joven, apenas podía sostenerse en pie. «Dame el celular, boludo. Y la mochila también», gruñó el primero.
Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Miré a Sofía; sus ojos estaban llenos de terror. Saqué mi celular y lo entregué sin protestar. Sofía temblaba tanto que no podía abrir su cartera.
—¡Dale, apurate! —gritó el más joven, empujándola.
—¡No la toques! —grité yo, sin pensar.
Todo pasó en segundos. El flaco me empujó contra la pared y sentí el frío del metal rozando mi costado. Sofía gritó. El chico joven forcejeó con ella y su cartera cayó al suelo. Los dos salieron corriendo, perdiéndose en la oscuridad.
Nos quedamos ahí, abrazados, temblando. Sofía lloraba en silencio. Yo sentía una mezcla de rabia, miedo y vergüenza. ¿Por qué no hice más? ¿Por qué no pude protegerla?
Esa noche no fuimos a cenar. Volvimos al departamento y nos sentamos en el piso de la cocina, sin hablar. El silencio era tan pesado que dolía.
—¿Creés que deberíamos denunciarlo? —preguntó Sofía finalmente.
—¿Para qué? —respondí amargamente—. Nadie va a hacer nada.
Esa fue la primera grieta entre nosotros. Sofía quería justicia; yo solo quería olvidar.
Pasaron los días y todo cambió. Sofía empezó a tener pesadillas. No quería salir sola ni siquiera de día. Yo me volví paranoico: cada sombra era una amenaza, cada ruido un posible asalto. Dejamos de salir juntos por las noches; nuestras charlas se llenaron de silencios incómodos.
Mi mamá notó mi cambio cuando fui a visitarla a Lanús ese fin de semana.
—¿Estás bien, hijo? —me preguntó mientras preparaba mate.
—Sí, má… solo estoy cansado —mentí.
Pero ella sabía que algo andaba mal. Insistió hasta que le conté todo. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Esto no puede seguir así —dijo—. No podés vivir con miedo.
Pero el miedo ya era parte de mí.
Sofía y yo intentamos seguir adelante. Nos apoyamos mutuamente, pero algo se había roto. Un día, después de una discusión sobre si debíamos mudarnos o no, Sofía explotó:
—¡No puedo más! ¡No quiero vivir así! ¡No quiero tener miedo cada vez que salgo a la calle!
Yo tampoco podía más, pero no lo dije. Solo la abracé mientras lloraba desconsolada.
El tiempo pasó y terminamos separándonos. Ella se fue a vivir con Mariana a Palermo; yo me quedé solo en Almagro, atrapado entre recuerdos y remordimientos.
La inseguridad siguió siendo tema de conversación en cada reunión familiar, en cada charla con amigos. Todos teníamos historias parecidas: un robo, un asalto, una amenaza. Algunos se reían para no llorar; otros se resignaban.
Un año después del asalto, volví a cruzarme con Sofía en una marcha contra la inseguridad frente al Congreso. Nos miramos a los ojos y supe que ambos seguíamos marcados por aquella noche.
—¿Cómo estás? —le pregunté con voz temblorosa.
—Mejor… aprendiendo a vivir con esto —respondió ella—. ¿Y vos?
—Todavía me cuesta dormir —admití.
Nos abrazamos largo rato, como si ese abrazo pudiera borrar el miedo y la culpa acumulados.
Hoy han pasado cuatro años desde aquella noche. Sigo viviendo en Buenos Aires, pero ya no soy el mismo. Aprendí a mirar por encima del hombro, a cruzar la calle si veo algo sospechoso, a no confiar en la oscuridad de las esquinas.
A veces me pregunto si podré volver a sentirme seguro alguna vez o si este miedo será mi compañero para siempre. ¿Cuántos más tendrán que pasar por lo mismo para que algo cambie? ¿Cuántas historias como la mía quedan silenciadas por vergüenza o resignación?
¿Y vos? ¿Alguna vez sentiste que una sola noche te cambió para siempre?