La esquina donde te perdí
—¡Mariana!—grité, pero mi voz se perdió entre el rugido de la lluvia y el claxon de los coches. El semáforo parpadeaba en rojo, y yo, empapado, miraba desesperado hacia la esquina donde la vi por última vez. No era la primera vez que venía aquí, a esta esquina de Insurgentes con Baja California, esperando verla aparecer entre la multitud. Desde aquella tarde hace un año, cuando la vi cruzar la calle y luego desaparecer como un fantasma, mi vida se detuvo.
Me llamo Esteban Ramírez y, aunque muchos me conocen como un hombre serio y trabajador, pocos saben que cada jueves por la noche me pierdo en este barrio, buscando a una mujer que tal vez ya no existe. Mariana fue mi primer amor, mi compañera de universidad, la única persona que supo leer mis silencios. Nos conocimos en una asamblea estudiantil en la UNAM; ella defendía con pasión los derechos humanos y yo apenas aprendía a alzar la voz.
—¿Por qué siempre tienes miedo de decir lo que piensas?—me preguntó una vez, mirándome con esos ojos grandes y oscuros que parecían ver más allá de mis palabras.
—Porque aquí el que habla mucho termina mal—le respondí, medio en broma, medio en serio. Ella sonrió y me tomó de la mano. Desde entonces fuimos inseparables.
Pero todo cambió el día que Mariana empezó a recibir mensajes extraños. Primero fueron llamadas anónimas, luego amenazas veladas. Yo le decía que no se metiera en problemas, que aquí en México las cosas no eran tan simples como en los libros. Pero ella no podía quedarse callada ante las injusticias.
—Esteban, si todos tuviéramos miedo, nada cambiaría nunca—me decía mientras revisaba su correo electrónico lleno de denuncias y testimonios.
La última vez que hablamos fue una discusión. Yo le pedí que dejara todo eso, que pensara en nosotros, en el futuro. Ella solo me abrazó y susurró: “Si algo me pasa, prométeme que no vas a dejar de buscarme”.
Esa noche desapareció. Nadie supo nada más. Su familia me culpó a mí por no cuidarla; mi madre me reprochó por meterme con gente peligrosa. La policía solo llenó papeles y me miró con desconfianza.
—¿Seguro que no tenían problemas?—me preguntó el comandante Pérez, con ese tono cansado de quien ya ha visto demasiados casos sin resolver.
—Solo queríamos vivir tranquilos—le respondí, sintiendo cómo la culpa me ahogaba.
Desde entonces mi vida se volvió rutina: trabajo en una oficina gris del centro, cuido a mi madre enferma y cada jueves vengo aquí, a esperar un milagro. A veces pienso que estoy loco, que debería dejar ir el pasado. Pero entonces cierro los ojos y escucho su voz: “No te rindas”.
Una noche, mientras esperaba en el coche, vi una figura parecida a Mariana cruzar la calle. Mi corazón latió tan fuerte que sentí que iba a explotar. Salí corriendo bajo la lluvia, esquivando coches y vendedores ambulantes.
—¡Mariana!—grité otra vez.
La mujer se detuvo y me miró confundida. No era ella. Sentí una mezcla de alivio y tristeza tan profunda que tuve que apoyarme en una pared para no caerme.
Regresé al coche y encendí la radio para distraerme. Las noticias hablaban de otra joven desaparecida en Iztapalapa. Cerré los ojos y apreté el volante con fuerza. ¿Cuántas Marianas más hay en este país? ¿Cuántos Estebanes esperando respuestas?
Mi madre dice que debería dejar de buscarla, que la vida sigue. Pero yo no puedo. Cada vez que veo una marcha de madres buscando a sus hijos desaparecidos siento que Mariana está ahí, entre ellas, luchando por ser encontrada.
Una tarde recibí una llamada anónima.
—Deja de buscarla si quieres seguir vivo—dijo una voz ronca antes de colgar.
El miedo me paralizó por días. Dejé de venir a la esquina, dejé de preguntar. Pero el remordimiento era peor que el miedo. Volví una semana después, decidido a no rendirme.
Un día encontré una carta debajo del limpiaparabrisas del coche. Era su letra:
“Esteban: Si lees esto es porque logré escapar. No puedo volver todavía, pero estoy viva. No busques más; cuida a tu mamá y sigue adelante. Te amo siempre.”
Lloré como nunca antes. La carta era real; reconocí su caligrafía y su forma de escribir mi nombre con una estrellita al final.
Quise mostrarle la carta a su familia pero temí ponerla en peligro. Guardé el secreto como un tesoro doloroso.
Hoy sigo viniendo a esta esquina cada jueves. No sé si algún día volveré a verla, pero ahora tengo esperanza. A veces pienso que todos estamos buscando algo o a alguien perdido en esta ciudad inmensa y caótica.
¿Vale la pena arriesgarlo todo por amor? ¿O es mejor aprender a soltar? No sé si algún día tendré respuestas, pero mientras tanto sigo aquí… esperando.