La guerra de la tela: El día que mi suegra quiso arruinar mi boda
—¡Esa tela no! —gritó doña Carmen, su voz retumbando en la pequeña sala de la casa de mi mamá en Puebla. Yo sostenía entre mis manos el encaje blanco que había elegido con tanto esmero, mientras ella me miraba como si acabara de cometer un sacrilegio.
—Pero, doña Carmen, es mi vestido… —intenté decir, pero ella me interrumpió con un gesto seco.
—En esta familia, las novias usan seda. Así fue con mi hija mayor y así será contigo, Mariana. No voy a permitir que te presentes en la iglesia vestida como si fueras a una fiesta cualquiera.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. Mi mamá, sentada a mi lado, me apretó la mano bajo la mesa. Mi papá solo bajó la mirada, incómodo. Nadie se atrevía a contradecir a doña Carmen, la matriarca de los Ramírez, una mujer acostumbrada a que todo se hiciera a su manera.
Nunca imaginé que planear mi boda con Alejandro sería tan complicado. Pensé que lo difícil sería ahorrar para la fiesta o elegir el menú, pero no. El verdadero problema era sobrevivir a las expectativas y tradiciones impuestas por una familia que no era la mía.
—Mamá, ¿por qué no podemos elegir lo que queremos? —le pregunté esa noche, llorando en la cocina mientras lavaba los platos.
—Hija, ya sabes cómo es doña Carmen. Si te enfrentas a ella, capaz y cancela todo —me susurró mi mamá, mirando hacia la ventana como si temiera que la suegra pudiera escucharla desde el otro lado del patio.
Los días siguientes fueron un infierno. Cada decisión —el color de las flores, la música del vals, hasta el sabor del pastel— tenía que ser aprobada por doña Carmen. Alejandro intentaba mediar, pero al final siempre terminaba diciendo: “Amor, mejor cede… para qué pelear”.
Pero yo no quería ceder. No esta vez. El vestido era lo único que realmente me importaba. Había soñado con ese encaje desde niña, cuando veía a mi abuela coser vestidos para las vecinas del barrio. Para mí, ese vestido era un símbolo de libertad y de romper con las cadenas de las expectativas ajenas.
Una tarde, mientras tomaba café con mi hermana Lucía en el Zócalo, exploté:
—¡No puedo más! Siento que esta boda ya no es mía… Es como si estuviera cumpliendo el sueño de otra persona.
Lucía me miró con sus ojos grandes y sinceros:
—¿Y Alejandro? ¿Él sabe cómo te sientes?
—No quiero ponerlo entre su mamá y yo…
—Pero ya estás ahí —me dijo—. Si no luchas por ti ahora, ¿cuándo?
Esa noche decidí hablar con Alejandro. Nos sentamos en el parque frente a su casa, bajo la luz amarilla de los faroles.
—Alejandro, necesito que me apoyes. Quiero casarme contigo, pero no así. No quiero que tu mamá decida por nosotros cada detalle. Y mucho menos quiero renunciar al vestido que siempre soñé.
Él me miró en silencio un largo rato. Luego suspiró:
—Tienes razón. Perdón por no haberlo visto antes. Mañana hablamos con mi mamá juntos.
La mañana siguiente fue una batalla campal. Doña Carmen nos recibió con cara de pocos amigos.
—¿Ahora qué quieren? —preguntó sin rodeos.
Alejandro tomó mi mano y habló con una firmeza que nunca le había escuchado:
—Mamá, Mariana va a usar el vestido que ella quiera. Esta boda es nuestra y queremos hacerla a nuestra manera.
Doña Carmen se puso roja de furia. Nos gritó que estábamos siendo malagradecidos, que ella solo quería lo mejor para nosotros. Que si seguíamos así, mejor canceláramos todo.
Salimos de su casa temblando. Yo lloraba de rabia y miedo. Alejandro me abrazó fuerte:
—No te preocupes, amor. Si tenemos que casarnos solo con nuestros padres y hermanos, lo haremos. Lo importante eres tú.
Los días siguientes fueron tensos. La familia Ramírez dejó de hablarnos. Mi mamá estaba preocupada por el qué dirán. Pero yo sentía una extraña paz: por primera vez estaba defendiendo lo que realmente quería.
El día de la boda llegó entre susurros y miradas incómodas. Doña Carmen apareció en la iglesia vestida de negro como si fuera un funeral. Pero yo entré del brazo de mi papá luciendo mi vestido de encaje blanco, sintiéndome más libre y feliz que nunca.
Durante la fiesta hubo silencios incómodos y algunos familiares se fueron temprano. Pero mis amigos y mi familia bailaron hasta el amanecer conmigo y Alejandro.
Al final de la noche, mientras recogía los pétalos del suelo y veía a Alejandro sonreírme desde lejos, pensé: ¿Cuántas veces dejamos que otros decidan por nosotros solo por miedo al conflicto? ¿Vale la pena sacrificar nuestros sueños para complacer expectativas ajenas?
¿Ustedes qué harían? ¿Se atreverían a desafiar a su familia por amor propio?