La Herida Que No Cierra
—¡No puedes seguir huyendo, Emiliano! —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo recogía los papeles del comedor con manos temblorosas—. ¡Tienes que ir a San Miguel y hablar con los Ramírez! Si no arreglas esto, perderemos todo lo que tu padre construyó.
El eco de su voz rebotó en las paredes de la vieja casa de Morelia, esa que olía a café quemado y a recuerdos amargos. Yo tenía treinta y dos años y sentía el peso de cada uno en la espalda. Mi padre había muerto hacía seis meses, dejándonos una empresa de transportes al borde del colapso y una herencia envenenada por años de rencores familiares. La última voluntad de mi padre era clara: debía viajar al pueblo donde empezó todo y negociar con los Ramírez, nuestros antiguos socios, para salvar la empresa.
—Mamá, ¿por qué siempre tengo que ser yo? —le respondí, casi suplicando—. ¿Por qué no puede ir Rodrigo? Él es el mayor.
Ella me miró con esos ojos cansados, llenos de lágrimas contenidas.
—Porque Rodrigo ya no es parte de esta familia desde que se fue con esa mujer —dijo en voz baja—. Eres el único en quien puedo confiar.
No supe qué contestar. Tomé las llaves del viejo Tsuru y salí sin mirar atrás. El viaje a San Miguel fue largo y silencioso. El paisaje cambió de la ciudad gris a los cerros verdes, salpicados de casitas humildes y niños jugando descalzos. Recordé los veranos de mi infancia, cuando veníamos a visitar a los Ramírez y todo era más sencillo.
Al llegar al pueblo, el aire olía a tierra mojada y tortillas recién hechas. Me detuve frente a la casa de los Ramírez, una construcción modesta pero digna. Toqué la puerta con el corazón latiendo como tambor.
—¡Emiliano! —exclamó doña Teresa Ramírez al abrir—. ¡Cuánto has crecido! Pasa, hijo, pasa.
Entré y sentí el peso de las miradas: don Ernesto Ramírez, serio como siempre; Lucía, su hija menor, con quien compartí secretos y promesas rotas; y Tomás, el hijo mayor, que nunca me perdonó por lo que pasó hace años.
—Venimos a hablar de negocios —dije, intentando sonar firme.
Don Ernesto asintió y me invitó a sentarme. Sobre la mesa había café y pan dulce, pero nadie tocó nada.
—Tu padre y yo hicimos un trato hace veinte años —empezó don Ernesto—. Pero después de aquel accidente… las cosas cambiaron.
Sentí un nudo en la garganta. El accidente. Nadie hablaba de eso, pero todos lo recordaban: la noche en que mi hermano Rodrigo chocó el camión de la empresa y murió el hijo menor de los Ramírez. Desde entonces, las familias se distanciaron y la culpa se instaló como una sombra.
—Sé que nada puede reparar lo que pasó —dije—. Pero si no llegamos a un acuerdo, ambas familias perderán todo.
Tomás me miró con rabia contenida.
—¿Y ahora sí te acuerdas de nosotros? ¿Ahora sí te importa?
Lucía intervino suavemente:
—Tomás, basta. No es culpa de Emiliano…
Pero Tomás golpeó la mesa.
—¡Claro que es su culpa! ¡Ellos siempre se salieron con la suya!
El silencio cayó como una losa. Doña Teresa lloraba en silencio. Don Ernesto suspiró.
—La vida nos ha quitado mucho —dijo finalmente—. Pero también nos ha enseñado a perdonar. Si tu padre estuviera aquí…
Me atreví a interrumpirlo:
—Mi padre nunca supo pedir perdón. Pero yo sí puedo hacerlo. Por favor…
Saqué los papeles del acuerdo. Las manos me sudaban. Don Ernesto los leyó despacio, mientras Tomás murmuraba insultos apenas audibles. Lucía me miraba con esos ojos grandes llenos de compasión y tristeza.
Al final, don Ernesto firmó. Tomás salió dando un portazo.
Esa noche me quedé en el pueblo. Caminé hasta la vieja cancha donde jugábamos fútbol de niños. Lucía me alcanzó.
—¿Por qué volviste realmente? —me preguntó.
No supe qué decirle. ¿Por salvar la empresa? ¿Por redimirme? ¿Por ella?
—No sé —admití—. Tal vez porque estoy cansado de huir.
Ella sonrió tristemente.
—A veces uno tiene que volver al lugar donde empezó todo para poder sanar.
Nos quedamos en silencio bajo el cielo estrellado. Sentí que algo dentro de mí se rompía y se reconstruía al mismo tiempo.
Al día siguiente regresé a Morelia con el acuerdo firmado. Mi madre lloró al ver los papeles.
—Tu padre estaría orgulloso —me dijo abrazándome fuerte.
Pero yo no estaba seguro. ¿Realmente había hecho lo correcto? ¿O solo había puesto una curita sobre una herida que nunca cerraría?
Esa noche, mientras veía las luces de la ciudad desde mi ventana, me pregunté: ¿Cuántas familias en México viven atrapadas entre el pasado y el presente? ¿Cuántas heridas seguimos heredando sin atrevernos a sanarlas?
¿Y ustedes? ¿Qué harían si tuvieran que enfrentar el pasado para salvar el futuro?