La hija en vestido sencillo: belleza en tiempos difíciles

—¡Verónica! ¿Por qué no sales? Ya todos están hablando de ti en la plaza —gritó mi hermana Rosa desde el patio, mientras yo me asomaba apenas por la cortina de la cocina, con el corazón apretado y las manos temblorosas.

No respondí. ¿Qué podía decir? Que tenía miedo, que sentía vergüenza, que cada vez que escuchaba risas afuera pensaba que eran sobre mí. En mi pueblo, San Miguel de los Andes, las noticias vuelan más rápido que el viento y los juicios son más duros que el frío de la madrugada. Yo, Verónica Andrade, la viuda del maestro Julio, la que nunca pudo tener hijos, ahora volvía de Quito con una barriga que nadie esperaba.

Todo comenzó cuando Rosa me insistió para que fuera a visitar a nuestra prima Carmen en Quito. «Te hará bien cambiar de aire, olvidar un poco el dolor», me decía. Yo tenía 39 años y sentía que la vida se me iba entre las manos, entre el luto y el silencio. Carmen vivía en el sur de la ciudad, en un barrio donde las casas se apretujan unas contra otras y los vendedores ambulantes llenan las calles de voces y colores. Fueron dos semanas de risas, recuerdos y alguna que otra lágrima compartida. Pero también fue ahí donde conocí a Andrés.

Andrés era amigo del esposo de Carmen. Moreno, alto, con una sonrisa tímida y unos ojos que parecían leerme el alma. No sé cómo sucedió, pero en una noche de fiesta, entre música y aguardiente, nos encontramos solos en la terraza. Hablamos de todo: del dolor de perder a alguien, de los sueños rotos, de lo difícil que es ser mujer sola en este mundo. Cuando me abrazó, sentí que por fin podía respirar después de años ahogándome en mi propio dolor.

No fue amor a primera vista, ni una pasión desenfrenada. Fue más bien un encuentro entre dos soledades. Nos vimos un par de veces más antes de que yo regresara al pueblo. Me prometió escribir, pero nunca lo hizo. Yo tampoco lo busqué. Pensé que era mejor así.

Pero a los dos meses de volver a San Miguel, empecé a sentirme diferente. El cansancio, las náuseas, el retraso… Al principio lo negué. «A mi edad, eso ya no pasa», me repetía. Pero cuando el doctor del pueblo me lo confirmó, sentí que el mundo se me venía encima.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó Rosa con los ojos llenos de preocupación.

—No lo sé —le respondí—. Pero no voy a esconderme.

Eso fue antes de que los chismes empezaran a crecer como maleza después de la lluvia. Las vecinas murmuraban en la tienda, en la iglesia, hasta en el cementerio cuando iba a visitar la tumba de Julio.

—¿Quién será el padre? —decían unas.

—Seguro se fue a buscar marido a la ciudad —decían otras.

Mi madre, doña Mercedes, apenas me miraba. En las noches la escuchaba rezar y llorar bajito en su cuarto. Mi padre no decía nada, pero su silencio era más duro que cualquier palabra.

Los meses pasaron lentos y pesados. Salía poco de casa; solo iba al mercado cuando era estrictamente necesario. Un día, mientras compraba tomates, doña Piedad se me acercó:

—Verónica, hija… No te juzgo, pero deberías pensar en tu familia. La gente habla mucho.

Sentí ganas de gritarle que nadie sabía nada de mi vida, que nadie había sentido mi dolor ni mi soledad. Pero solo bajé la cabeza y seguí mi camino.

Cuando Lucía nació —una madrugada fría de junio— todo cambió y no cambió nada al mismo tiempo. Era tan pequeña y tan hermosa que por un momento creí que todos los problemas desaparecerían con su primer llanto. Pero no fue así.

Mi madre se negó a cargarla durante semanas. Mi padre solo la miraba desde lejos. Rosa fue mi único apoyo; ella me ayudó con los pañales, con las noches sin dormir y con las lágrimas que no podía contener.

Pero afuera todo seguía igual o peor. Un día encontré pintadas en la puerta: «Vergüenza» y «Pecadora». Me temblaron las piernas pero no lloré. No podía darme ese lujo; Lucía dependía de mí.

Una tarde, mientras amamantaba a mi hija bajo el árbol del patio, escuché a dos vecinas hablando al otro lado del muro:

—Dicen que Verónica ni sabe quién es el padre…

—Pobre criatura… crecer sin apellido.

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué nos juzgan tan fácil? ¿Por qué una mujer sola es siempre sospechosa? ¿Por qué nadie pregunta por mi dolor?

Pasaron los meses y poco a poco algunos corazones se fueron ablandando. Mi madre empezó a cargar a Lucía cuando creía que yo no miraba; mi padre le tejió una manta azul para el frío. Pero los chismes nunca desaparecieron del todo.

Un día cualquiera, mientras caminaba con Lucía por la plaza, una niña se acercó y le ofreció una flor silvestre. Su madre la llamó rápido:

—¡Ven acá! No te acerques mucho…

Lucía me miró con sus grandes ojos negros y sonrió como si nada importara en el mundo más que ese momento.

A veces pienso en Andrés y me pregunto si sabrá que tiene una hija aquí en San Miguel. A veces sueño con irme lejos, empezar de nuevo donde nadie conozca mi historia ni mi apellido. Pero luego veo a Lucía reírse entre las gallinas o perseguir mariposas en el patio y sé que aquí está mi lugar.

He aprendido a vivir con las miradas y los susurros; he aprendido a ser fuerte por ella y por mí misma. Pero todavía duele saber que para muchos nunca seré más que «la madre soltera», «la vergüenza del pueblo».

¿Hasta cuándo vamos a permitir que los prejuicios decidan quiénes somos? ¿Cuántas mujeres más tendrán que esconder su dolor para encajar en una sociedad que solo sabe señalar?