La lápida de Walter: El precio de la memoria
—¡No puede ser!—grité, cayendo de rodillas sobre la tierra húmeda. El sol del mediodía quemaba mi espalda, pero yo solo sentía frío. Frente a mí, el espacio donde debería estar la lápida de mi hijo Walter estaba vacío. Solo quedaba la marca en la tierra y unas flores marchitas que yo misma había dejado la semana pasada.
Mi nombre es Victoria Ramírez y soy madre de un hijo que partió demasiado pronto. Walter tenía apenas diecisiete años cuando un accidente de moto lo arrancó de mi lado. Desde entonces, cada día ha sido una batalla contra el dolor y la culpa. Durante tres años trabajé en casas ajenas, lavando ropa y limpiando pisos para ahorrar cada peso y poder comprarle una lápida digna. No era solo una piedra; era mi promesa de que nunca sería olvidado.
—¿Dónde está la lápida?—pregunté, con la voz quebrada, a don Ernesto, el cuidador del cementerio.
Él bajó la mirada y se encogió de hombros.—No sé, doña Victoria. Aquí pasan cosas raras últimamente…
No me conformé con esa respuesta. Caminé por los pasillos polvorientos del cementerio, preguntando a otros visitantes. Nadie sabía nada. Algunos me miraban con lástima, otros con miedo. Sentí una rabia sorda crecer en mi pecho. ¿Cómo podía alguien robarse la memoria de un hijo?
Esa noche no pude dormir. Miraba la foto de Walter en el altar que le hice en casa, con sus ojos grandes y su sonrisa traviesa. Recordé cómo me abrazaba fuerte cuando tenía miedo de las tormentas y cómo soñaba con ser mecánico para ayudarme a salir adelante.
Al día siguiente fui a la delegación municipal. Me atendió la secretaria, una joven llamada Mariana, que apenas levantó la vista del celular.
—¿Una denuncia por una lápida robada?—repitió, como si fuera una broma.
—No es solo una lápida, es el recuerdo de mi hijo—le respondí, conteniendo las lágrimas.
Me hizo llenar un formulario y me dijo que esperara noticias. Salí de ahí sintiéndome invisible, como si el dolor de los pobres no importara.
Pero no podía rendirme. Hablé con mi hermana Lucía y juntas empezamos a investigar. Un vecino nos contó que había visto a unos hombres sacando lápidas del cementerio en una camioneta blanca durante la madrugada. Decían que era por «remodelación» ordenada por el municipio.
Fui directo a buscar al director del cementerio, don Rogelio. Lo encontré en su oficina, rodeado de papeles y olor a café rancio.
—¿Por qué se llevaron la lápida de mi hijo?—le pregunté sin rodeos.
Él suspiró y evitó mi mirada.—Estamos haciendo mejoras… algunas lápidas estaban mal colocadas…
—¡La mía no! Yo pagué por ese lugar y por esa piedra. ¡Exijo que me la devuelvan!
Me prometió investigar, pero sus palabras sonaban vacías. Salí furiosa, sintiendo que luchaba contra un muro de indiferencia.
Esa noche recibí una llamada anónima.—Señora Victoria, su lápida está en el taller de mármoles «El Ángel». La están puliendo para venderla otra vez.
El corazón me dio un vuelco. Fui al taller al día siguiente con Lucía y dos vecinos. Al llegar, vi mi lápida arrinconada junto a otras, con el nombre de Walter raspado a medias.
—¡Esa es mía!—grité al dueño del taller, un hombre robusto llamado Julián.
Él intentó negarlo.—Aquí solo trabajamos con lo que nos trae el municipio…
—¡Eso es robo! ¡Es profanar la memoria de los muertos!—le reclamé mientras los vecinos grababan todo con sus celulares.
La noticia corrió como pólvora por el barrio y las redes sociales. Pronto llegaron periodistas y hasta el alcalde tuvo que dar explicaciones públicas. Descubrimos que no solo era la lápida de Walter: decenas habían sido retiradas para revenderlas o reciclarlas en complicidad con funcionarios municipales y dueños de talleres.
El escándalo fue tan grande que el municipio tuvo que devolver las lápidas robadas y destituir a varios empleados corruptos. Pero nada podía borrar el dolor ni devolverme los años de sacrificio ni las lágrimas derramadas frente a esa tumba vacía.
Volví al cementerio con la lápida restaurada y la coloqué yo misma sobre la tumba de Walter. Me arrodillé y lloré largo rato, acariciando su nombre grabado en mármol frío.
Mi hermana Lucía me abrazó.—Hiciste justicia por Walter y por todos los que no tienen voz.
Pero yo solo sentía un vacío inmenso.—¿Cuántas madres más tendrán que pelear para defender la memoria de sus hijos? ¿Cuándo dejará de doler este país donde hasta los muertos son negocio?
¿Y ustedes? ¿Qué harían si les arrebataran lo único que les queda de quienes aman?