La llegada de los gemelos y la sombra del pasado

—¡Victoria, despierta! —La voz de mi madre retumbó en la habitación, mezclándose con el llanto de mis recién nacidos. Abrí los ojos, desorientada, mientras el sol apenas asomaba entre las cortinas raídas del departamento en la Narvarte. El olor a café y leche tibia flotaba en el aire, pero lo único que sentía era el peso de dos vidas diminutas sobre mi pecho y una ansiedad inexplicable que me apretaba el corazón.

Nunca quise depender de nadie. Desde niña aprendí a valerme por mí misma, viendo a mi madre sacar adelante a mis hermanos y a mí tras el abandono de mi papá. Por eso, cuando cumplí 36 años y sentí que el tiempo se me escurría entre los dedos, decidí ser madre sin esperar a un hombre. “Si llega alguien, bien. Si no, también”, me repetía frente al espejo mientras me inyectaba las hormonas para la inseminación artificial.

Pero nadie me preparó para la llegada de dos. Gemelos. Emiliano y Mateo. Dos pares de ojos oscuros que me miraban como si yo tuviera todas las respuestas. Y yo apenas podía con las preguntas.

—¿Ya viste? —dijo mi mamá, señalando la ventana—. Ese hombre otra vez está parado afuera.

Me asomé. Un tipo alto, moreno, con gorra y chamarra negra, fingía revisar su celular junto al puesto de tamales. No era la primera vez que lo veía desde que regresé del hospital con los niños. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Lo conoces? —preguntó mi mamá en voz baja.

Negué con la cabeza, aunque algo en su postura me resultaba familiar. Cerré las cortinas y traté de concentrarme en alimentar a Emiliano, pero no podía dejar de pensar en ese hombre.

Las semanas pasaron entre pañales, noches en vela y visitas de mi familia. Mi hermana Lucía venía cada fin de semana desde Toluca para ayudarme. Ella siempre fue la hija perfecta: casada, dos hijos, casa propia. Yo era la tía rara que decidió ser madre sola.

Una tarde, mientras Lucía lavaba biberones y yo intentaba dormir a Mateo, tocaron la puerta. Mi corazón se aceleró. Miré por la mirilla: era el hombre de la chamarra negra.

—¿Quién es? —pregunté con voz temblorosa.

—Victoria… soy yo, Samuel —dijo del otro lado.

El nombre me golpeó como un recuerdo mal enterrado. Samuel… El único hombre con quien estuve durante el proceso de inseminación. Un error, una noche de copas después de una fiesta universitaria a la que fui por nostalgia. Nunca le conté del embarazo porque estaba segura de que los niños eran producto del donante anónimo.

Abrí la puerta apenas unos centímetros.

—¿Qué haces aquí?

Samuel bajó la mirada. Tenía ojeras profundas y las manos le temblaban.

—Vi tus fotos en Facebook… Los gemelos… Victoria, creo que uno de ellos es igualito a mi hermano cuando era bebé.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies.

—No tienes derecho a venir aquí —le espeté—. No tienes nada que ver con esto.

Lucía apareció detrás de mí, con los brazos cruzados y una mirada fulminante.

—¿Todo bien?

Samuel tragó saliva.

—Solo quiero saber la verdad. Si alguno es mío… quiero estar presente.

Cerré la puerta en su cara antes de que pudiera decir más. Me apoyé contra la pared, temblando. Lucía me abrazó sin decir nada. Esa noche no pude dormir. Miraba a mis hijos y buscaba parecidos imposibles: ¿la nariz? ¿la forma de las manos? ¿Y si Samuel tenía razón?

Los días siguientes fueron un infierno. Samuel volvió varias veces; una vez lo encontré hablando con mi mamá en la entrada del edificio. Ella no sabía nada y yo no podía contarle sin romperle el corazón. Empecé a sentirme observada todo el tiempo: en el parque, en el supermercado, incluso cuando llevaba a los niños al pediatra.

Una tarde lluviosa, mientras intentaba calmar a Emiliano que lloraba sin parar, recibí un mensaje anónimo: “No puedes ocultarles su origen para siempre”. El miedo se apoderó de mí. ¿Quién más sabía? ¿Qué quería Samuel realmente?

Decidí enfrentarme a él. Lo cité en una cafetería cerca del metro Etiopía. Llegué temprano; mis manos sudaban y mi corazón latía tan fuerte que sentía que todos podían oírlo.

Samuel llegó puntual, con una caja de galletas para los niños.

—No quiero problemas —le dije sin rodeos—. Si buscas dinero o chantajearme…

Él negó con vehemencia.

—No quiero nada tuyo. Solo quiero saber si soy padre… Si puedo ser parte de sus vidas.

Me quebré. Lloré como no había llorado nunca desde que nacieron los niños.

—No sé qué hacer —admití—. No planeé esto… No quería que nadie más se involucrara. Solo quería ser suficiente para ellos.

Samuel me tomó la mano con delicadeza.

—No tienes que hacerlo sola si no quieres…

Salí corriendo antes de escuchar más. Caminé bajo la lluvia hasta llegar a casa empapada y exhausta. Esa noche soñé con mi papá: su espalda alejándose por el pasillo del hospital cuando yo tenía seis años y mi mamá gritándole que no nos abandonara.

Al día siguiente, Lucía me encontró llorando en la cocina.

—¿Por qué te cuesta tanto aceptar ayuda? —me preguntó suavemente—. No eres menos fuerte por dejarte acompañar.

Supe entonces que tenía que enfrentar mis miedos y dejar atrás el orgullo heredado por generaciones de mujeres solas en mi familia.

Pedí una prueba de ADN para los gemelos y Samuel accedió sin dudarlo. Esperar los resultados fue una tortura: cada día era una mezcla de esperanza y terror.

Cuando llegaron los resultados, sentí que el mundo se detenía: Mateo era hijo de Samuel; Emiliano era del donante anónimo.

La noticia sacudió a toda mi familia como un terremoto silencioso. Mi mamá lloró al enterarse; Lucía me abrazó más fuerte que nunca; Samuel se arrodilló frente a Mateo y le prometió estar siempre para él.

Pero lo más difícil fue explicarle a mis hijos, años después, por qué tenían padres diferentes aunque nacieron juntos.

Hoy veo a mis gemelos jugar en el parque mientras Samuel los observa desde lejos y yo converso con Lucía sobre nuestras vidas imperfectas pero llenas de amor.

A veces me pregunto: ¿cuántos secretos guardamos por miedo a perder el control? ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo nos impida aceptar ayuda o perdonar?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían para proteger a sus hijos y su propia verdad?