La lluvia, la puerta y el secreto: una noche que cambió mi vida
—¿Quién anda ahí? —grité, mientras el viento sacudía las ventanas y la lluvia golpeaba el techo de lámina con furia. El reloj marcaba las once y media de la noche, y en este pueblo de Veracruz nadie llama a tu puerta a esa hora si no es por desgracia o por miedo. Me acerqué despacio, con el corazón retumbando en el pecho.
—Por favor… —la voz era de mujer, joven, temblorosa—. Me perdí… ¿Puede ayudarme?
Abrí la puerta solo lo suficiente para ver su rostro: una muchacha empapada, con el cabello pegado a la cara y los ojos grandes, llenos de súplica. Dudé. Mi abuela siempre decía que en noches así, ni los perros andan sueltos. Pero algo en su mirada me hizo dejar el miedo a un lado.
—Pásale, niña. Te vas a enfermar —le dije, quitando el seguro.
Entró titubeando, abrazándose el cuerpo. Saqué una toalla vieja y se la di. Mientras se secaba, le preparé un café con canela. El aroma llenó la cocina y por un momento, la tensión se disipó.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Mariana —susurró—. Venía de Xalapa, pero el camión me dejó en la carretera y me perdí buscando la casa de mi tía.
No era raro que los camiones dejaran a la gente en medio de la nada; aquí todos dependemos del transporte público y sus caprichos. Pero algo en su historia no cuadraba. Aun así, le ofrecí una cobija y un rincón en el sofá.
Esa noche apenas dormí. Escuchaba cada movimiento, cada suspiro de Mariana. Al amanecer, fui a buscar pan dulce y leche para el desayuno. Cuando regresé, ella estaba parada junto a la ventana, mirando hacia el monte.
—¿No tienes miedo de estar sola aquí? —me preguntó de repente.
Me encogí de hombros.
—Uno se acostumbra. Además, tengo a mi hijo, aunque ahorita está en casa de su papá.
Vi cómo apretó los labios y desvió la mirada. Sentí un escalofrío.
Pasaron dos días y Mariana seguía sin irse. Decía que su tía no contestaba el teléfono y que no tenía dinero para regresar a Xalapa. Mi hermana Lucía vino a visitarme y al verla, me jaló aparte.
—¿Quién es esa muchacha? —me susurró—. No me gusta cómo te mira.
Le resté importancia. Siempre he sido confiada, tal vez demasiado. Pero Lucía tenía razón: Mariana era un misterio.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché voces en la sala. Me asomé y vi a Mariana hablando por celular:
—Sí, ya estoy aquí… No sospecha nada…
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿A quién le hablaba? ¿De qué no sospechaba yo?
Esa noche fingí dormir temprano, pero me quedé despierta escuchando. A medianoche, Mariana salió sigilosamente al patio y se perdió entre los árboles. La seguí descalza, con el corazón en la boca. La vi reunirse con un hombre alto, moreno, con una cicatriz en la mejilla.
—¿Cuándo lo harás? —le preguntó él.
—Mañana —respondió ella—. Cuando salga al mercado.
Volví corriendo a la casa, temblando. ¿Qué planeaban? ¿Me iban a robar? ¿A hacerme daño?
Al día siguiente fingí normalidad. Preparé huevos con frijoles y tortillas recién hechas. Mariana me sonrió como si nada pasara.
—Hoy voy al mercado —le dije—. ¿Quieres acompañarme?
Ella dudó un segundo y luego asintió. Caminamos juntas por las calles empedradas del pueblo. Sentía su mirada clavada en mi espalda todo el tiempo.
En el mercado me encontré con Don Ernesto, el policía del pueblo.
—¿Todo bien, Halina? —me preguntó con voz grave.
Le conté en voz baja lo que había visto y oído. Él asintió serio.
—Déjame seguirlas —me dijo—. Tú haz como si nada.
Regresamos a casa con las bolsas llenas de verduras y pan. Al llegar, Mariana fue directo a su cuarto improvisado y cerró la puerta con seguro.
Esa noche Don Ernesto tocó mi puerta.
—La muchacha está fichada —me dijo en voz baja—. La buscan por robo en Xalapa y Córdoba. El hombre con quien se reunió es su cómplice.
Sentí que me faltaba el aire. ¿Cómo pude ser tan ingenua?
Esa madrugada vinieron por ella. Mariana no opuso resistencia; solo me miró con esos ojos grandes y tristes.
—Gracias por tu bondad —me dijo antes de irse esposada—. Ojalá hubiera sido diferente…
Me quedé sola en la sala, abrazando la cobija que le presté esa primera noche. Mi hijo volvió días después y notó mi tristeza.
—¿Por qué ayudas tanto a los demás si siempre te lastiman? —me preguntó.
No supe qué responderle. Tal vez porque creo que todos merecen una segunda oportunidad… o tal vez porque tengo miedo de volverme como los demás: desconfiada, cerrada al mundo.
A veces me pregunto: ¿vale la pena abrirle la puerta a un desconocido cuando tu propia seguridad está en juego? ¿O acaso perder la fe en la gente es peor que cualquier traición?