La Novia Rebelde: Diario de Mariana
—¿Y tú, Mariana, de qué familia eres? —la voz de Doña Rosa cortó el aire como un cuchillo, apenas crucé el umbral de la sala.
Andrés me apretó la mano, pero su gesto no logró calmar el temblor en mis piernas. Yo sabía que este momento llegaría, pero nunca imaginé que dolería tanto. La casa olía a café recién hecho y a flores de azahar, pero el ambiente era frío, casi hostil.
—Mi mamá es profesora en la escuela del barrio y mi papá… bueno, él se fue cuando yo tenía ocho años —respondí, intentando mantener la voz firme.
Doña Rosa frunció los labios. Don Ernesto, el padre de Andrés, apenas levantó la vista del periódico. Sentí que cada palabra mía era una mancha en el mantel blanco de la mesa.
—¿Y qué piensas hacer con tu vida? —insistió ella, sin disimular su escepticismo.
—Estoy estudiando psicología en la universidad —contesté—. Quiero ayudar a los jóvenes del barrio, muchos pasan por cosas difíciles.
La señora soltó una risa seca. —¿Psicología? Eso no da para vivir. Aquí las cosas son distintas, muchacha. Andrés tiene futuro en la empresa de su tío. No puede distraerse con… idealismos.
Andrés intentó intervenir:
—Mamá, Mariana es brillante. Además, yo la amo.
Pero Doña Rosa lo interrumpió con una mirada fulminante. —El amor no paga las cuentas, hijo.
Sentí cómo mi corazón se encogía. No era solo desconfianza; era desprecio disfrazado de preocupación. Me pregunté si alguna vez sería suficiente para esa familia.
Esa noche, al regresar a casa, mi mamá me esperaba sentada en la cocina. Me miró con ternura y preocupación.
—¿Cómo te fue, hija?
Me derrumbé en sus brazos. —No les gusto, mamá. Siento que nunca me van a aceptar.
Ella acarició mi cabello y me susurró: —No tienes que cambiar para nadie. Si Andrés te ama, luchará por ti.
Pero los días siguientes fueron aún más duros. Cada vez que iba a casa de Andrés, sentía las miradas clavadas en mi espalda. La hermana menor, Lucía, apenas me dirigía la palabra. Una tarde escuché a Doña Rosa hablando por teléfono:
—No sé qué le ve a esa muchacha. Viene de una familia rota y encima estudia esas cosas modernas… No es para él.
Me dolió más de lo que quería admitir. Empecé a dudar de mí misma, de mis sueños y hasta del amor de Andrés.
Una tarde lluviosa, mientras caminábamos por el parque, le confesé mis miedos:
—Siento que tu familia nunca me va a aceptar. No sé si puedo seguir luchando contra eso.
Andrés me abrazó fuerte. —No me importa lo que digan. Yo quiero estar contigo.
Pero las palabras no bastan cuando el peso de la tradición es tan grande. La presión aumentó cuando Andrés recibió una oferta para trabajar en el extranjero con su tío. Doña Rosa aprovechó para insistir:
—Si te vas solo, te irá mejor. Allá puedes conocer gente nueva, alguien «de tu nivel».
Andrés se enfureció:
—¡No voy a dejar a Mariana! Si me voy, es con ella.
La familia se dividió. Don Ernesto finalmente habló:
—Hijo, tienes que pensar en tu futuro. El amor es bonito, pero la vida es dura.
Lucía murmuró: —Ella solo quiere aprovecharse de ti.
Yo no podía más. Sentía que era una carga para Andrés y una intrusa en su mundo. Una noche, después de una fuerte discusión familiar, salí corriendo bajo la lluvia y terminé sentada en una banca del parque, empapada y temblando.
Recordé las palabras de mi mamá: «No tienes que cambiar para nadie». Pero ¿y si amar también significa ceder? ¿Y si mi presencia solo destruye lo que Andrés tiene con su familia?
Andrés me encontró ahí, llorando bajo el aguacero.
—No quiero perderte —me dijo—. Pero tampoco quiero que sufras por mi culpa.
Nos abrazamos largo rato en silencio. Decidimos darnos un tiempo para pensar qué hacer.
Durante esos días, reflexioné mucho sobre mi vida y mis sueños. ¿Valía la pena renunciar a mí misma por encajar? ¿O debía seguir luchando por ser aceptada tal como soy?
Un domingo por la tarde, fui a casa de Andrés con el corazón en la mano. Me planté frente a Doña Rosa y le hablé con toda la dignidad que pude reunir:
—Sé que no soy lo que usted esperaba para su hijo. Pero lo amo y quiero construir un futuro con él. No vengo a quitarle nada ni a aprovecharme de nadie. Solo pido una oportunidad para demostrar quién soy realmente.
La señora me miró largo rato en silencio. Por primera vez vi duda en sus ojos.
Andrés tomó mi mano y dijo: —Mamá, si no puedes aceptar a Mariana, entonces tampoco me aceptas a mí tal como soy.
El silencio fue abrumador. Don Ernesto suspiró y murmuró: —A veces uno olvida que los hijos tienen derecho a elegir su propio camino.
No fue un final feliz inmediato. La aceptación no llegó de un día para otro. Pero ese día marcó el inicio de un cambio lento y doloroso en la familia de Andrés… y también en mí misma.
Hoy escribo estas líneas sabiendo que sigo siendo «la novia rebelde» para muchos. Pero aprendí que no hay mayor acto de amor propio que defender quién eres frente al mundo entero.
¿Vale la pena luchar por ser uno mismo aunque duela? ¿Cuántas veces han sentido ustedes que no encajan solo por ser diferentes?