La renuncia de los cirujanos – El amor de una vieja enfermera me devolvió la vida

—No te duermas, mi niña. Mírame, Elenita, mírame—. La voz de doña Carmen temblaba mientras me sostenía la mano con fuerza. Yo apenas podía abrir los ojos. El dolor en el pecho era como un hierro candente, y el aire se me escapaba entre susurros. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del hospital de San Miguel, ese edificio antiguo donde el tiempo parecía haberse detenido.

Tenía quince años y ya había perdido todo. Mis padres murieron en un accidente de autobús en la carretera a Cuernavaca, una de esas tragedias que salen en las noticias y que la gente olvida al día siguiente. Yo no podía olvidar. El orfanato se volvió mi casa, pero nunca mi hogar. Y ahora, este hospital era mi último refugio.

Todo empezó hace dos semanas, cuando sentí ese dolor agudo en el pecho mientras ayudaba a limpiar el comedor del orfanato. Me llevaron a la clínica municipal, y después de varios exámenes y miradas preocupadas, me trasladaron aquí. Los médicos murmuraban palabras que no entendía: insuficiencia cardíaca, operación riesgosa, pronóstico reservado.

—¿Por qué no hacen nada? —escuché gritar a doña Carmen una noche, cuando pensaban que dormía—. ¡Es una niña! ¿Cómo pueden rendirse así?

El doctor Ramírez suspiró cansado:

—No tenemos los recursos ni el personal. Los cirujanos de la capital ya dijeron que no pueden venir. No hay nada más que hacer.

Sentí que mi vida se apagaba como esa lámpara vieja junto a mi cama. Pero doña Carmen no se rindió. Cada mañana llegaba con su uniforme azul desteñido y su sonrisa cansada. Me contaba historias de su infancia en Veracruz, de cómo aprendió a nadar en el río Papaloapan y de su primer amor, un pescador que nunca regresó del mar.

—La vida es dura, Elenita —me decía mientras me peinaba con delicadeza—. Pero siempre hay algo por lo que vale la pena luchar.

A veces lloraba en silencio cuando creía que yo dormía. La escuché rezar por mí más de una vez:

—Virgencita, no te la lleves todavía. Esta niña merece conocer el amor.

Las enfermeras jóvenes evitaban mi habitación. Decían que era cuestión de tiempo. Pero doña Carmen me traía pan dulce escondido en su bolso y me leía cartas de pacientes agradecidos que ella había cuidado años atrás.

Una tarde, mientras afuera tronaba una tormenta eléctrica, sentí que el dolor se intensificaba. Llamé a doña Carmen con un hilo de voz:

—¿Por qué nadie me quiere ayudar?

Ella se sentó a mi lado y me abrazó fuerte:

—Yo sí te quiero ayudar, mi niña. No estás sola.

Esa noche soñé con mis padres. Los vi sonriendo en un campo lleno de girasoles. Al despertar, doña Carmen estaba dormida en una silla junto a mi cama, con la cabeza apoyada en mis sábanas.

Los días pasaban lentos. El hospital era un mundo aparte: el olor a desinfectante, los gritos lejanos de otros pacientes, las discusiones entre médicos por falta de medicinas. Una tarde escuché a dos enfermeros hablar en voz baja:

—Dicen que van a cerrar el ala pediátrica. No hay presupuesto.
—¿Y los niños?
—Los mandarán a la capital… si es que sobreviven el viaje.

Sentí miedo. ¿Qué sería de mí si me trasladaban? ¿Quién me cuidaría? ¿Quién me contaría historias?

Un día llegó una carta al hospital. Era del hijo de doña Carmen, que vivía en Monterrey y apenas la visitaba. Ella la leyó en silencio y luego rompió a llorar.

—¿Está todo bien? —le pregunté preocupada.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas:

—Mi hijo quiere que me vaya a vivir con él… pero yo no puedo dejarte sola aquí.

Me sentí culpable por retenerla, pero también agradecida por su cariño incondicional.

Una mañana, el doctor Ramírez entró con cara seria:

—Elena, tenemos una oportunidad. Un cirujano voluntario llegará mañana desde Oaxaca. No promete milagros… pero intentará operarte.

Doña Carmen apretó mi mano tan fuerte que casi me dolió:

—¿Ves? Nunca hay que perder la fe.

Esa noche no pude dormir. Pensé en mis padres, en el orfanato, en todas las veces que quise rendirme. Pensé en doña Carmen y su amor maternal. ¿Y si no despertaba después de la operación? ¿Y si sí?

La mañana siguiente fue un torbellino: enfermeros corriendo, médicos revisando papeles, doña Carmen rezando en voz alta junto a mi cama.

—Pase lo que pase —me susurró antes de entrar al quirófano—, tú ya eres parte de mi familia.

La operación duró horas eternas. Cuando desperté, vi a doña Carmen llorando y riendo al mismo tiempo.

—¡Sobreviviste, mi niña! ¡Sobreviviste!

Lloramos juntas como nunca antes lo había hecho desde la muerte de mis padres.

Pasaron semanas antes de poder caminar otra vez. Doña Carmen estuvo conmigo cada día: me enseñó a tejer bufandas para los otros niños del hospital, me llevó afuera a ver cómo florecían los jacarandas en primavera y me presentó a su nieta Sofía, que se convirtió en mi mejor amiga.

El hospital seguía siendo pobre y caótico; los problemas no desaparecieron mágicamente. Pero yo ya no era la misma niña asustada y sola. Aprendí que la familia no siempre es de sangre; a veces es quien te cuida cuando más lo necesitas.

Cuando finalmente me dieron el alta, doña Carmen me abrazó fuerte:

—Ahora tienes dos casas: la mía y tu corazón valiente.

Hoy escribo esto desde su cocina, mientras ella prepara café y Sofía canta canciones viejas en la radio. A veces pienso en todo lo que perdí… pero también en todo lo que gané gracias al amor inesperado de una vieja enfermera.

¿Será que todos necesitamos una Carmen en nuestras vidas? ¿O será que todos podemos ser Carmen para alguien más?