La sombra antes de la felicidad

—¿Por qué justo hoy? —me pregunté, mientras el eco de las risas de mis amigas rebotaba en las paredes de la casa de mi abuela. Era mi despedida de soltera, y mañana me casaría con Julián, el hombre que todos en el pueblo decían que era el mejor partido. Afuera, la llovizna caía sobre las tejas y la bruma cubría las calles empedradas de San Miguel del Valle.

De repente, un golpe seco en la puerta interrumpió la música y los chismes. Sentí un escalofrío. Mis amigas se miraron entre sí, y yo, con el corazón acelerado, fui a abrir. Allí estaba una mujer mayor, empapada y con la mirada dura. Su voz tembló al decir:

—Buenas noches, ¿eres Mariana Torres?

Asentí, aunque no la reconocía. Ella me entregó un sobre amarillo, manchado por la lluvia.

—Esto es para ti. Léelo antes de casarte —dijo, y desapareció en la niebla.

Cerré la puerta y mis amigas se acercaron curiosas. Pero algo en mi interior me decía que debía leer esa carta sola. Subí a mi cuarto, me senté en la cama y rompí el sello con manos temblorosas.

«Mariana: No soy quien crees que soy. Hay algo que debes saber antes de unir tu vida a Julián. No te cases sin conocer la verdad sobre tu familia y sobre él. Perdóname por el silencio todos estos años. —Tu madre, Lucía.»

El mundo se me vino abajo. Mi madre había muerto cuando yo tenía ocho años, o eso me habían dicho siempre. ¿Cómo podía ser posible? ¿Era una broma cruel? ¿O acaso toda mi vida era una mentira?

No dormí esa noche. Al amanecer, salí a buscar respuestas. Fui directo a casa de mi tía Rosa, la hermana de mi mamá, que siempre había sido como una segunda madre para mí.

—Tía, ¿qué sabes de esto? —le mostré la carta.

Ella palideció y se sentó pesadamente en una silla.

—Mariana… hay cosas que tu abuela y yo juramos nunca contarte. Pero ya eres una mujer y tienes derecho a saberlo.

Me contó que mi madre no había muerto; había huido del pueblo tras un escándalo con el padre de Julián. Nadie supo más de ella hasta ahora. Mi abuela había inventado su muerte para protegerme del qué dirán y del odio de los padres de Julián, quienes siempre culparon a mi madre por «destruir» su familia.

Sentí rabia, tristeza y miedo. ¿Cómo podía casarme con Julián si nuestros padres compartían un pasado tan oscuro? ¿Y si todo era cierto? ¿Y si Julián lo sabía?

Corrí a buscarlo al taller donde trabajaba con su papá. Cuando me vio llegar, dejó caer la llave inglesa y vino hacia mí.

—¿Qué pasa, amor?

—¿Sabías lo de nuestras madres? —le pregunté sin rodeos.

Julián bajó la mirada.

—Mi mamá me lo contó hace unos meses, pero pensé que no tenía sentido remover el pasado… Yo te amo, Mariana. Nada de eso cambia lo que siento por ti.

Pero sí cambiaba todo para mí. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

Esa noche, mientras el pueblo entero preparaba los últimos detalles para nuestra boda —las flores blancas en la iglesia, los tamales en casa de mi abuela, las mesas largas en la plaza— yo me encerré en mi cuarto a llorar.

Mi abuela entró sin tocar.

—Hija, sé que estás sufriendo. Pero uno no puede vivir huyendo del pasado. Tu madre hizo lo que creyó mejor para ti.

—¿Por qué nunca me dijeron nada? ¿Por qué mentir tanto tiempo?

—Porque aquí en San Miguel, los secretos pesan más que las piedras del río —dijo con voz cansada—. Pero también te enseñan a ser fuerte.

Al día siguiente, vestida de blanco pero con el alma hecha trizas, caminé hacia la iglesia tomada del brazo de mi abuelo. El pueblo entero nos miraba; algunos con ternura, otros con ese brillo morboso de quien espera un escándalo.

Cuando llegué al altar y vi a Julián esperándome, supe que no podía seguir adelante sin enfrentar la verdad.

—Padre —dije en voz alta—, antes de casarnos quiero decir algo.

El murmullo recorrió los bancos como una ola.

—Hoy he descubierto secretos sobre mi familia y sobre la familia de Julián que me han hecho dudar de todo lo que creía cierto. No puedo casarme sin antes entender quién soy realmente y qué pasó entre nuestras madres.

Vi lágrimas en los ojos de mi tía Rosa y rabia contenida en los padres de Julián. El padre nos miró con compasión.

—Hija, nadie puede obligarte a casarte si no estás segura —dijo suavemente.

Julián tomó mi mano.

—Te espero el tiempo que necesites —susurró.

Salí corriendo de la iglesia bajo la mirada atónita del pueblo. Caminé hasta el río donde solía jugar de niña y allí grité hasta quedarme sin voz.

Pasaron semanas. Busqué a mi madre en cada rincón del país: llamé a hospitales, pregunté en pueblos cercanos, escribí cartas a direcciones antiguas. Finalmente recibí una llamada desde un número desconocido.

—Mariana… soy yo —dijo una voz quebrada al otro lado del teléfono—. Perdóname por haberte dejado sola tanto tiempo.

Nos encontramos en un café pequeño en la ciudad vecina. Mi madre estaba envejecida y cansada, pero sus ojos seguían siendo los mismos.

Me contó su verdad: cómo se enamoró del padre de Julián siendo muy joven, cómo ese amor prohibido desató una guerra entre familias y cómo decidió huir para salvarme del odio y las habladurías del pueblo.

Lloramos juntas mucho tiempo. Al final le pregunté:

—¿Crees que algún día podré perdonar todo esto?

Ella me abrazó fuerte.

—El perdón es un camino largo, hija. Pero tienes derecho a vivir tu propia vida, no la que otros esperan de ti.

Volví al pueblo meses después, más fuerte y con las ideas claras. Fui a ver a Julián al taller.

—No sé si algún día podré olvidar todo lo que pasó —le dije— pero quiero intentarlo contigo, desde cero, sin secretos ni mentiras.

Él sonrió y me abrazó como si el tiempo no hubiera pasado.

Hoy miro atrás y pienso: ¿Cuántas familias viven atadas a secretos que nunca se atreven a contar? ¿Cuántas vidas podrían cambiar si tuviéramos el valor de enfrentar nuestro pasado?

¿Ustedes qué harían si descubrieran un secreto así justo antes del día más importante de sus vidas? ¿Perdonarían o seguirían adelante como si nada?