La Sombra de Mi Hermana
—¿Por qué siempre me toca a mí? —murmuré mientras bajaba las escaleras eléctricas del centro comercial, apretando el celular contra mi pecho. El bullicio de la gente, las luces frías y los anuncios estridentes me hacían sentir aún más sola. Había pasado todo el día en la oficina, soportando las quejas de los clientes y la presión de mi jefa, y ahora, encima, tenía que elegir el regalo para el aniversario de la contadora principal.
Pero lo que realmente me pesaba no era el encargo del trabajo. Era ese mensaje que había recibido hacía una hora: «Tenemos que hablar. Es urgente. —Camila». Mi hermana adoptiva nunca escribía así. Desde que llegó a nuestra casa hace quince años, cuando yo tenía doce y ella diez, siempre fue la más callada, la que prefería esconderse detrás de un libro o desaparecer en su cuarto antes que enfrentar una conversación incómoda.
Salí del centro comercial con el corazón acelerado. El aire cálido de la tarde en Ciudad de México me golpeó la cara y sentí que podía respirar de nuevo. Caminé hacia la parada del Metrobús, repasando mentalmente todas las posibilidades: ¿habría descubierto algo sobre su madre biológica? ¿Se iría de la casa? ¿Estaría enferma?
Cuando llegué al departamento, Camila ya estaba ahí, sentada en el sillón con los ojos rojos y las manos temblorosas. Mamá estaba en la cocina, preparando café como si nada pasara.
—¿Qué pasa? —pregunté, dejando las bolsas sobre la mesa.
Camila levantó la mirada y vi en sus ojos una mezcla de miedo y determinación.
—Necesito decirte algo —dijo, apenas audible.
Me senté frente a ella. Mamá se asomó desde la cocina, pero Camila negó con la cabeza. Quería hablar solo conmigo.
—Hoy vino una mujer a buscarme al trabajo —empezó—. Dijo que era mi tía… mi tía biológica. Me contó cosas… cosas que no sabía.
Sentí un nudo en el estómago. Siempre supe que este momento llegaría, pero nunca imaginé que dolería tanto.
—¿Qué te dijo? —pregunté, intentando sonar tranquila.
—Que mi mamá… mi mamá verdadera… está viva. Que nunca me abandonó. Que fue papá quien no quiso que ella me buscara.
El silencio se hizo pesado entre nosotras. Recordé todas las veces que papá había evitado hablar del pasado de Camila, cómo cambiaba de tema o se iba de la habitación cuando alguien mencionaba a su madre biológica.
—¿Y tú le crees? —pregunté al fin.
Camila asintió, con lágrimas corriéndole por las mejillas.
—Me mostró fotos… cartas… hasta un peluche que yo tenía de niña. No sé qué hacer, Vero. Siento que toda mi vida es una mentira.
Me acerqué y la abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar contra el mío y quise protegerla de todo ese dolor, pero también sentí rabia. Rabia hacia papá por sus silencios, hacia mamá por no haber hecho nada, y hacia mí misma por no haber visto antes lo que pasaba.
Esa noche no pude dormir. Escuchaba los sollozos ahogados de Camila desde su cuarto y los pasos nerviosos de mamá en la cocina. Papá no estaba; hacía meses que se había ido a vivir con otra mujer al otro lado de la ciudad. Me pregunté si él sabría lo que estaba pasando o si simplemente había decidido olvidar todo lo relacionado con nosotras.
Al día siguiente, Camila no fue a trabajar. Mamá intentó convencerla de que todo era un malentendido, pero ella no quiso escucharla. Yo tampoco sabía qué decirle. En el fondo, temía perderla; temía que encontrara en su madre biológica todo lo que aquí nunca pudo tener.
Pasaron los días y la tensión en casa se volvió insoportable. Camila dejó de hablarme y apenas salía de su cuarto. Mamá lloraba en silencio cada noche y yo me refugiaba en el trabajo para no enfrentar lo que estaba pasando.
Una tarde, al regresar del supermercado, encontré a Camila haciendo maletas.
—¿Te vas? —pregunté con un hilo de voz.
—Voy a conocerla —respondió sin mirarme—. No sé si volveré.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Quise gritarle que no se fuera, que éramos familia aunque no compartiéramos sangre, pero las palabras se me atoraron en la garganta.
—¿Y yo? —logré decir al fin—. ¿Qué va a pasar conmigo?
Camila se detuvo y me miró por primera vez en días.
—No quiero perderte, Vero… pero necesito saber quién soy.
La abracé como si fuera la última vez y lloramos juntas hasta quedarnos sin fuerzas.
Esa noche cenamos las tres en silencio. Mamá intentó sonreír, pero sus ojos estaban hinchados y rojos. Yo apenas probé bocado. Camila anunció que saldría temprano al día siguiente; su tía vendría por ella a las siete de la mañana.
No dormí nada esa noche. Me quedé sentada junto a su puerta, escuchando su respiración tranquila mientras dormía por primera vez en días. Cuando amaneció, preparé café para las tres y esperé a que bajara con sus maletas.
La despedida fue breve y dolorosa. Mamá le dio un rosario y le pidió que llamara todos los días. Yo solo pude abrazarla y susurrarle al oído:
—Aquí siempre tendrás una hermana.
La vi alejarse por la ventana hasta que desapareció entre el tráfico matutino de la ciudad.
Los días siguientes fueron un infierno. La casa se sentía vacía y fría sin Camila. Mamá apenas hablaba y yo me refugiaba aún más en el trabajo. Mis compañeras notaron mi tristeza pero no preguntaron nada; en esta ciudad todos cargamos con nuestros propios dolores.
Un mes después recibí un mensaje de Camila: «Estoy bien. La conocí… es diferente a lo que imaginaba. Te extraño».
Lloré al leerlo, pero también sentí alivio. Sabía que tenía derecho a buscar sus raíces, aunque eso significara alejarse de nosotras por un tiempo.
Con el tiempo aprendí a vivir sin ella, pero nunca dejé de esperarla. Cada vez que sonaba el teléfono o llegaba una carta, mi corazón latía más fuerte esperando noticias suyas.
A veces me pregunto si hice lo correcto al dejarla ir sin luchar más por ella. ¿Qué significa realmente ser familia? ¿La sangre pesa más que los años compartidos? ¿Cuántos secretos pueden soportar los lazos familiares antes de romperse para siempre?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían los secretos o lucharían por mantener unida a su familia?