La traición de mi hijo: entre el perdón y el abismo
—¿Por qué lo hiciste, Sebastián? —mi voz temblaba, apenas un susurro en la penumbra de la sala, mientras las luces de la calle se colaban por la ventana y dibujaban sombras en su rostro. Él no me miraba. Tenía la cabeza gacha, los puños apretados sobre las rodillas. Afuera, los perros ladraban y el bullicio de la colonia seguía su curso, ajeno a la tormenta que se desataba en mi pecho.
Nunca imaginé que mi propio hijo me traicionaría. Sebastián siempre fue mi orgullo: buen estudiante, cariñoso, el primero en ayudarme cuando su papá nos dejó para irse con otra mujer a Monterrey. Yo me partí el lomo vendiendo tamales y limpiando casas para que él y su hermana, Camila, tuvieran lo que yo nunca tuve. Pero esta noche, todo eso parecía un mal chiste.
—Mamá… —su voz era apenas audible—. No sé cómo decirte esto…
Me entregó el sobre arrugado. Lo abrí con manos temblorosas. Era una carta del banco: habían vaciado mi cuenta de ahorros. Todo el dinero que guardé durante años para la universidad de Camila y para arreglar el techo de la casa. Casi cien mil pesos. Mi mundo se vino abajo en ese instante.
—¿Fuiste tú? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
Él asintió, las lágrimas corriéndole por las mejillas. Sentí que me arrancaban el alma.
—¿Por qué, hijo? ¿Por qué me hiciste esto?
Sebastián rompió en llanto. Me contó que debía dinero a unos tipos peligrosos del barrio. Que empezó a apostar en línea con unos amigos de la prepa, primero por diversión, luego por desesperación. Que cuando se dio cuenta de lo que debía, ya era demasiado tarde. Que tenía miedo, mucho miedo.
—No quería que te enteraras así… pero me amenazaron, mamá. No sabía qué hacer.
Me quedé en silencio largo rato. Recordé cuando Sebastián era niño y me abrazaba fuerte después de una pesadilla; cuando le curaba las rodillas raspadas y le prometía que siempre lo protegería. ¿En qué momento se rompió todo? ¿En qué momento dejé de ser su refugio?
La noticia corrió como pólvora en la familia. Mi hermana Lucía vino al día siguiente, furiosa:
—¡Ese muchacho no tiene perdón! ¡Te robó todo! Si fuera mi hijo, ya lo hubiera corrido de la casa.
Mi mamá, desde Veracruz, lloraba por teléfono:
—Ay hija, no lo abandones… pero tampoco te dejes pisotear.
Camila no me habló por días. La encontré llorando en su cuarto:
—¿Y ahora qué va a pasar conmigo? ¿Ya no voy a poder estudiar?
No supe qué responderle. Sentí una rabia sorda contra Sebastián, pero también contra mí misma por no haber visto las señales: las noches que llegaba tarde, los mensajes sospechosos en su celular, el dinero que desaparecía de mi monedero.
Los días siguientes fueron un infierno. Sebastián apenas salía de su cuarto. Yo iba a trabajar con el corazón apachurrado y la cabeza llena de preguntas. Las vecinas murmuraban cuando pasaba:
—¿Supiste lo de la señora Marta? Su hijo le robó todo…
Me dolía más el juicio silencioso de la gente que la pérdida del dinero.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, Sebastián se acercó. Tenía los ojos hinchados y ojerosos.
—Mamá… quiero pedirte perdón. Sé que no lo merezco, pero… estoy dispuesto a hacer lo que sea para arreglar esto.
Lo miré largo rato. Vi al niño que fui criando sola, al adolescente rebelde y ahora al joven asustado y arrepentido. Sentí una mezcla de compasión y enojo.
—¿Y cómo piensas arreglarlo? —pregunté con dureza.
—Voy a buscar trabajo —dijo—. Lo que sea: cargar bultos en el mercado, limpiar carros… Te voy a devolver cada peso, aunque me tarde años.
No supe si creerle. Pero algo en su mirada me hizo pensar que hablaba en serio.
Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las madres que conozco: doña Rosa, cuyo hijo está preso; mi comadre Patricia, cuyo hijo cayó en las drogas; mi vecina Leticia, cuyo hijo se fue a Estados Unidos y nunca volvió a llamar. ¿Cuántas veces una madre debe elegir entre el amor y el dolor?
Pasaron semanas. Sebastián consiguió trabajo en una bodega del centro. Salía antes del amanecer y regresaba molido por la noche. Empezó a pagarme poco a poco: primero cincuenta pesos, luego cien… No era mucho, pero era algo.
Camila seguía distante. Un día explotó:
—¡Siempre lo perdonas todo! Por eso hace lo que quiere…
—No es tan fácil —le respondí—. Es tu hermano…
—¡Pues yo ya no confío en él!
La familia se dividió: unos decían que debía echarlo de la casa; otros que debía apoyarlo porque «la sangre es la sangre». Yo me sentía sola en medio del huracán.
Una tarde lluviosa, Sebastián llegó empapado y con un golpe en la cara.
—Me los encontré saliendo del trabajo… Me dijeron que si no pago pronto van a venir aquí.
El miedo se apoderó de mí. Pensé en llamar a la policía, pero ¿de qué serviría? Aquí en Iztapalapa nadie confía en la autoridad; todos sabemos cómo terminan esas historias.
Esa noche recé como no lo hacía desde niña:
—Diosito santo… dame fuerzas para no odiar a mi hijo… para no perderlo del todo…
Al día siguiente fui con Sebastián al mercado y hablé con don Ernesto, un viejo amigo de mi difunto padre. Le pedí trabajo para mi hijo; le rogué que le diera una oportunidad aunque fuera solo para cargar costales.
Don Ernesto aceptó a regañadientes:
—Pero si me falla una sola vez, se va…
Sebastián trabajó duro. Empezó a cambiar: dejó las apuestas, se alejó de los amigos problemáticos, incluso empezó a ir a misa conmigo los domingos. Poco a poco fue recuperando algo de la confianza perdida.
Pero el dinero nunca volvió del todo. Camila tuvo que buscar una beca para seguir estudiando; yo tuve que aceptar más trabajos de limpieza para pagar las cuentas atrasadas.
A veces me pregunto si hice bien en perdonarlo o si debí haberlo echado como decían muchos. El dolor sigue ahí, como una herida mal cerrada. Pero también está el amor: ese amor terco e incondicional que solo una madre puede sentir.
Hoy Sebastián sigue trabajando y estudiando por las noches. Me ayuda con los gastos y cuida a su hermana cuando yo no estoy. No sé si algún día podré confiar plenamente en él otra vez… pero al menos estamos juntos.
A veces me siento fuerte; otras veces siento que me voy a quebrar. Pero sigo adelante porque sé que muchas madres han pasado por lo mismo o peor.
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿El amor de madre debe tener límites? ¿O hay cosas que simplemente no se pueden perdonar?