La Última Canción de Valentina

—¿Por qué a mi hija, Dios mío? —grité en silencio, apretando la mano diminuta de Valentina mientras las máquinas pitaban a su alrededor. El olor a desinfectante y el murmullo constante de enfermeras llenaban la sala, pero yo solo podía escuchar mi propio corazón, roto en mil pedazos. Mi esposo, Mauricio, estaba a mi lado, con los ojos rojos y la voz temblorosa.

—María, tenemos que ser fuertes —me susurró, aunque su voz se quebraba como la mía.

Todo había pasado tan rápido. Una tarde cualquiera en nuestra casa de Medellín, Valentina jugaba en el patio con su hermano mayor, Tomás. Un grito, un portazo, el sonido de un auto frenando… y luego el caos. Recuerdo correr descalza por la calle, ver a mi niña tendida en el asfalto, su cabello negro esparcido como un abanico. Los vecinos salieron, alguien llamó a una ambulancia. Yo solo podía gritar su nombre.

En el hospital San Vicente, los médicos hicieron todo lo posible. Pero después de horas interminables, nos dijeron lo impensable: daño cerebral irreversible. Valentina no volvería a despertar.

—Lo siento mucho —dijo la doctora Jimena, con una compasión que no podía aliviar mi dolor—. Pero hay algo que pueden considerar…

La palabra «donación» flotó en el aire como una sentencia y una esperanza. ¿Cómo podía pensar en otros niños cuando la mía se me iba? Mauricio me miró con lágrimas en los ojos.

—¿Y si podemos evitar que otra familia pase por esto? —me preguntó él, su voz apenas un susurro.

Esa noche no dormí. Me senté junto a la cama de Valentina y le canté su canción favorita: «Estrellita, ¿dónde estás?». Sentí que cada nota era una despedida, una promesa de que su luz no se apagaría del todo.

Al día siguiente, las enfermeras entraron en la habitación con rostros solemnes pero llenos de ternura. Una de ellas, Rosa, se acercó y me abrazó.

—Su hija es un ángel —me dijo—. Gracias por este acto de amor.

El hospital se llenó de murmullos. Algunos familiares no entendían nuestra decisión. Mi suegra me miró con reproche:

—¿Cómo puedes dejar que se lleven a mi nieta así? ¡No es natural!

Pero yo sabía que Valentina habría querido ayudar. Siempre compartía sus juguetes con los niños del barrio, incluso cuando tenía poco. Recordé cómo me decía: «Mami, hay que dar para que todos estén felices».

El momento llegó. Los médicos nos dieron tiempo para despedirnos. Tomás abrazó a su hermana y le susurró al oído:

—Te quiero hasta el cielo y más allá.

Las enfermeras formaron un pasillo en silencio. Rosa empezó a cantar suavemente: «Tú eres mi sol, mi único sol…». Pronto todos se unieron, y la melodía llenó el pasillo mientras llevaban a Valentina hacia el quirófano. Sentí que el mundo se detenía y que cada lágrima era un tributo a su corta pero luminosa vida.

Después vino el vacío. La casa se sentía demasiado grande sin sus risas. Pero semanas después recibimos una carta anónima: «Gracias por salvar la vida de mi hijo. Ahora puede correr y jugar gracias al corazón de su pequeña Valentina».

Lloré como nunca antes. Sentí orgullo y tristeza mezclados en un abrazo imposible de explicar. Mauricio me tomó la mano y juntos encendimos una vela por nuestra hija.

Hoy sigo preguntándome si tomé la decisión correcta. ¿Es posible encontrar sentido en tanto dolor? ¿Puede el amor trascender la muerte y convertirse en esperanza para otros?

A veces me siento sola en mi duelo, pero también sé que Valentina vive en otros corazones. ¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Creen que el amor puede transformar el dolor en vida?