La Última Hija: Entre el Rencor y el Perdón

—¿Por qué no puedes venir tú, Lucía? —mi voz temblaba mientras sostenía el teléfono con fuerza, como si pudiera exprimir de él una respuesta diferente.

Del otro lado, mi hermana mayor suspiró, ese suspiro largo y cansado que siempre usaba para recordarme que yo era el último eslabón de la cadena, la que menos importaba.

—Porque tengo mis hijos, mi trabajo… ya sabes cómo es —respondió Lucía, sin pizca de culpa—. Además, tú eres la que no tiene nada que perder.

Nada que perder. Así me veían todos en mi familia. Soy Mariana, la última hija de los González, la que llegó por accidente cuando mi madre ya tenía cuarenta años y cuatro hijos. La que nunca fue esperada ni celebrada. Recuerdo a mamá diciendo frente a todos: “A Mariana la tuve porque ya era tarde para hacer otra cosa. No estaba en mis planes”. Esas palabras me quemaban más que cualquier golpe.

Crecí en una casa de paredes delgadas y gritos gruesos. Mi padre era chofer de camión en Monterrey y mi madre, costurera desde los catorce años. Mis hermanos mayores —Lucía, Ernesto, Diego y Sofía— aprendieron pronto a sobrevivir en ese ambiente hostil. Yo solo aprendí a hacerme pequeña, invisible, a no molestar.

—¿Y por qué yo? —insistí, aunque ya sabía la respuesta.

—Porque mamá te necesita —dijo Lucía, cortante—. Y porque eres la única que puede dejar todo para cuidarla.

Colgué sin despedirme. Miré alrededor de mi pequeño departamento en Guadalupe: las paredes descascaradas, el colchón viejo sobre el piso, las plantas secas en la ventana. Tenía treinta y dos años y lo único que había conseguido era un empleo temporal en una papelería y un par de amistades fugaces. Nada que perder, decían ellos. Pero nadie se preguntó nunca qué había perdido yo desde niña.

Cuando llegué a casa de mamá, el olor a humedad y medicina me golpeó como un puñetazo. Sofía estaba sentada junto a la cama, revisando su celular.

—Ya era hora —dijo sin mirarme—. Mamá preguntó por ti.

Entré al cuarto. Mamá estaba más delgada, los ojos hundidos y la piel pegada al hueso. Me miró con ese gesto agrio que nunca supe descifrar si era dolor o desprecio.

—¿Vas a quedarte? —preguntó con voz ronca.

Asentí. No tenía fuerzas para discutir.

Los días siguientes fueron una rutina de silencios y reproches. Le preparaba su comida, le cambiaba los pañales, le daba sus medicinas. Ella apenas hablaba, pero cuando lo hacía era para recordarme todo lo que hice mal: “No estudiaste lo suficiente”, “Nunca tuviste novio”, “Mira a tus hermanos, todos tienen familia”.

Una tarde, mientras le cambiaba la sábana manchada, mamá murmuró:

—Si hubieras sido hombre, tal vez tu padre te habría querido más.

Sentí un nudo en el estómago. Recordé las veces que papá llegaba borracho y gritaba mi nombre como si fuera una maldición. Recordé cómo Ernesto me empujaba contra la pared cuando nadie veía, cómo Lucía me ignoraba en las fiestas familiares.

Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a mis hermanos discutiendo en la sala.

—No podemos dejarle todo a Mariana —decía Diego—. No es justo.

—¿Y quién más va a hacerlo? —respondió Sofía—. Yo tengo dos trabajos y Lucía ni se diga.

—Pero Mariana también tiene vida…

Me asomé por la puerta. Todos callaron al verme.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Lucía se levantó del sillón y me miró con esa mezcla de lástima y superioridad que tanto odiaba.

—Nada. Solo hablábamos de los gastos del mes —dijo—. ¿Puedes encargarte tú?

Asentí otra vez. Siempre asentía. Era más fácil que pelear.

Las semanas pasaron y mamá empeoró. Una noche tuvo fiebre alta y no paraba de delirar. Llamé a Lucía desesperada.

—No puedo ir —dijo—. Haz lo que puedas.

Me senté junto a la cama de mamá y le tomé la mano. Por primera vez en años sentí compasión por ella. No por lo que fue conmigo, sino por lo que había perdido: su juventud, sus sueños, su alegría. ¿Cuándo se volvió tan dura? ¿Fue antes o después de tenerme?

Esa madrugada mamá despertó y me miró fijamente.

—¿Por qué te quedaste? —preguntó con voz débil.

No supe qué decirle. Tal vez porque no tenía a dónde ir. Tal vez porque aún esperaba una palabra de cariño que nunca llegó.

Mamá murió dos días después. El velorio fue breve; mis hermanos lloraron más por costumbre que por dolor real. Yo no lloré. Sentí un vacío enorme y una extraña paz.

Después del funeral, Lucía se acercó a mí en la cocina.

—Gracias por todo lo que hiciste —dijo sin mirarme a los ojos—. Si necesitas algo…

Negué con la cabeza. No necesitaba nada de ellos.

Esa noche regresé a mi departamento y me senté frente a la ventana rota. Pensé en todo lo que había soportado: las palabras hirientes, el abandono, el peso de ser siempre la última opción.

Pero también pensé en lo que había aprendido: que el perdón no es para quien te lastima, sino para uno mismo; que a veces hay que soltar el pasado para poder respirar; que ser la última hija no significa ser menos valiosa.

Ahora me pregunto: ¿cuántos de ustedes han sentido ese peso invisible del abandono familiar? ¿Cuántos han tenido que cuidar a quienes nunca los cuidaron? ¿Vale la pena perdonar o es mejor seguir adelante sin mirar atrás?