La última oportunidad: Gritos en la madrugada

—¡Te juro que esta vez sí lo hago, Janka! ¡Abre la puerta o la tiro abajo!— grité, con la voz quebrada entre rabia y lágrimas, mientras mis nudillos se volvían rojos de tanto golpear la madera hinchada por la humedad. La lluvia caía a cántaros sobre el techo de lámina, y el relámpago iluminó por un segundo las caras asustadas de mis vecinos, que se habían reunido en la calle de tierra frente a mi casa.

—¡Wladek, ya basta!— gritó don Ernesto, mi compadre, sujetándome por los hombros. —¡Mañana vas a estar pidiendo perdón otra vez! ¿No te da vergüenza? ¡Tus hijos están mirando!

Me zafé de su agarre y me giré hacia la reja, donde mi hijo mayor, Emiliano, me miraba con los ojos llenos de miedo y rabia. Tenía apenas dieciséis años, pero ya era más hombre que yo en ese momento.

—Papá, déjala en paz. Mamá no hizo nada. ¡Eres tú el que siempre arma escándalos!— me gritó, la voz temblorosa pero firme.

Sentí cómo el corazón se me encogía. ¿En qué momento me convertí en ese hombre al que su propio hijo le tiene miedo? ¿Cuándo fue que el amor se volvió desconfianza y los abrazos se transformaron en gritos?

Pero esa noche no podía pensar. El veneno de los celos me recorría las venas. Había visto a Janka hablando con el doctor Ramírez en la tienda del pueblo. Se rieron de algo, y yo sentí que me ardía la sangre. ¿Por qué se reía así con él? ¿Por qué no conmigo?

La voz de mi madre, doña Rosa, se escuchó desde el fondo del grupo:

—¡Wladek! ¡Ya basta! ¿No te da pena? ¡Janka nunca te ha dado motivo para dudar! ¡Recuerda todo lo que han pasado juntos!

Pero yo no escuchaba razones. Solo quería que Janka abriera la puerta y me explicara. Quería gritarle, exigirle respuestas, aunque en el fondo sabía que no había nada que explicar.

La puerta finalmente se abrió un poco y apareció mi hija menor, Lucía, con los ojos hinchados de llorar.

—Papá… por favor… ya no grites. Mamá está llorando. Dice que si te calmas puedes entrar… pero si sigues así…— su voz se quebró y rompió a llorar otra vez.

Me quedé helado. Vi mi reflejo en el vidrio sucio de la ventana: un hombre empapado, temblando de rabia y miedo, rodeado de vecinos que murmuraban y niños asustados. Sentí una vergüenza tan grande que quise desaparecer.

Me dejé caer sobre el escalón de cemento y cubrí mi cara con las manos. El silencio era pesado, solo roto por el golpeteo de la lluvia y algún sollozo lejano.

Don Ernesto se sentó a mi lado y puso una mano en mi hombro.

—Wladek… todos cometemos errores. Pero tienes que parar antes de que sea demasiado tarde. Mira a tus hijos… mira a Janka. ¿De verdad quieres perderlos?

No supe qué responderle. Solo lloré como un niño perdido.

Esa noche dormí en el sillón del taller, con el frío calándome los huesos y el corazón hecho trizas. Recordé cuando conocí a Janka en la feria del pueblo, hace más de veinte años. Ella era alegre, siempre sonriendo, siempre confiando en mí. ¿En qué momento rompí esa confianza?

Al día siguiente, entré a la casa con la cabeza gacha. Janka estaba sentada en la mesa, con los ojos rojos pero serenos. Emiliano y Lucía desayunaban en silencio.

—Janka…— susurré, pero ella levantó la mano para callarme.

—No quiero escuchar excusas ni promesas vacías, Wladek. Ya no más. Anoche tuviste suerte de que los vecinos te detuvieran. Pero yo ya no puedo vivir así… ni nuestros hijos tampoco.

Sentí un vacío en el estómago. Sabía que tenía razón.

—¿Qué quieres que haga?— pregunté casi sin voz.

Ella me miró con una tristeza infinita.

—Quiero que busques ayuda. Que entiendas por qué eres así… por qué nos haces esto cada vez que tienes miedo o te sientes menos. Si no cambias… tendrás que irte.

Las palabras me golpearon como un martillo. Miré a mis hijos; Lucía tenía la cabeza baja y Emiliano me miraba desafiante, como si esperara que fallara otra vez.

Esa tarde fui a ver al padre Gabriel en la parroquia. Le conté todo: mis celos, mi miedo a perder a Janka, mi rabia cuando siento que no soy suficiente para ella ni para mis hijos.

El padre me escuchó en silencio y luego me dijo:

—Wladek, el machismo nos enseña a ser duros, a no mostrar debilidad… pero eso solo nos destruye por dentro y lastima a quienes amamos. Tienes que aprender a confiar… y a pedir perdón de verdad.

Empecé a ir a las reuniones del grupo de hombres del pueblo, donde otros como yo compartían sus historias. Algunos habían perdido todo; otros luchaban por cambiar antes de que fuera demasiado tarde.

Pasaron semanas difíciles. Janka me miraba con desconfianza; Emiliano apenas me hablaba; Lucía evitaba quedarse sola conmigo. Pero poco a poco empecé a entender mis heridas… las palabras duras de mi padre cuando era niño; el miedo a ser débil; la vergüenza de no poder darle más a mi familia.

Un día, después de una reunión del grupo, llegué a casa y encontré a Janka en el patio, regando las plantas.

—¿Puedo ayudarte?— pregunté tímidamente.

Ella me miró largo rato antes de responder:

—Si quieres ayudarme… ayúdate primero tú. No quiero volver a tener miedo en mi propia casa.

Esa noche hablé con Emiliano y Lucía. Les pedí perdón sin excusas ni promesas vacías. Les dije que estaba buscando ayuda porque los amaba más que a nada en el mundo… y porque no quería ser ese hombre nunca más.

Emiliano me abrazó fuerte y lloró conmigo. Lucía tardó más tiempo en confiar otra vez… pero poco a poco volvimos a hablar como antes.

No fue fácil ni rápido. Todavía lucho cada día contra mis demonios: los celos, el orgullo herido, el miedo al qué dirán los vecinos si saben que voy al psicólogo o al grupo de hombres.

Pero ahora sé que pedir ayuda no es de cobardes… es de valientes.

A veces me pregunto: ¿Cuántos hombres como yo hay en nuestros pueblos? ¿Cuántas familias viven con miedo detrás de puertas cerradas? ¿Cuándo aprenderemos que amar es confiar y respetar… no controlar ni gritar?

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez ese miedo o esa vergüenza? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?