La Última Parada de Doña Mercedes
—¡Señora, bájese! Aquí no viaja nadie gratis —gritó el chofer, su voz retumbando en el interior del viejo camión que avanzaba lento por Insurgentes, mientras la lluvia golpeaba los vidrios empañados. Yo estaba sentado en la penúltima fila, con la mochila sobre las piernas y el corazón encogido. La mujer a la que se dirigía era Doña Mercedes, una anciana de cabello blanco recogido en un moño apretado, con un rebozo azul desteñido y las manos temblorosas aferradas a su bolsa de mandado.
—No tengo para el boleto, hijo —susurró ella, casi inaudible, mirando al suelo.
El chofer bufó y frenó de golpe. —¡Entonces bájese! No es mi problema.
Nadie dijo nada. Nadie se movió. El silencio era tan denso como el olor a diesel y humedad. Afuera, la ciudad seguía su curso indiferente: vendedores ambulantes bajo paraguas rotos, niños corriendo entre charcos, el tráfico eterno de la capital. Pero dentro del camión, el tiempo se detuvo.
Doña Mercedes se levantó despacio, apoyándose en el respaldo del asiento. Sus piernas flaquitas temblaban con cada paso hacia la puerta. El chofer la miraba con fastidio, como si fuera una carga más en su día pesado. Yo sentí una punzada de rabia y vergüenza. ¿Por qué nadie hacía nada? ¿Por qué yo no hacía nada?
Cuando llegó a la puerta, Doña Mercedes se volvió y lo miró directo a los ojos. Su voz salió clara, firme, como si toda su vida hubiera estado esperando ese momento:
—Dios lo ve.
Eso fue todo. Dos palabras. Pero el silencio que siguió fue más fuerte que cualquier grito. El chofer bajó la mirada y abrió la puerta sin decir nada más. Ella bajó despacio los escalones y desapareció bajo la lluvia.
El camión arrancó de nuevo. Nadie habló. Yo miré por la ventana, buscando a Doña Mercedes entre la multitud, pero ya no estaba. Sentí una mezcla de impotencia y culpa. ¿Por qué no le pagué el boleto? ¿Por qué nadie lo hizo?
Esa noche no pude dormir. La imagen de Doña Mercedes caminando sola bajo la lluvia me perseguía. Pensé en mi abuela, en cómo siempre me contaba historias de cuando era joven en Veracruz, de cómo la gente se ayudaba aunque no tuvieran nada. Pensé en mi mamá, que trabaja doble turno para que no nos falte nada. Pensé en todas las veces que he visto a gente mayor pidiendo limosna en los semáforos o vendiendo dulces en el metro.
Al día siguiente, decidí buscarla. Caminé por las calles cercanas al mercado donde la había visto antes, pregunté a los vendedores si conocían a una señora mayor con rebozo azul. Algunos me dijeron que sí, que a veces iba a comprar tortillas o nopales cuando le alcanzaba el dinero. Otros me miraron con desconfianza.
Después de varias horas, la encontré sentada en una banca del parque, mirando cómo los niños jugaban bajo un árbol enorme.
—¿Doña Mercedes? —pregunté, acercándome despacio.
Ella levantó la vista y sonrió con tristeza.—¿Tú eres el muchacho del camión?
Asentí.—Quería pedirle perdón… por no hacer nada ayer.
Ella me miró largo rato antes de responder.—No tienes por qué pedir perdón, hijo. No es tu culpa que el mundo sea así.
Me senté junto a ella y le ofrecí un café que había comprado en un puesto cercano.—¿Siempre viaja sola?
—Desde que mi esposo murió —dijo—. Mis hijos viven lejos. Uno en Monterrey, otro en Los Ángeles. A veces llaman… pero ya sabes cómo es esto.
La escuché hablar de su vida: de cómo llegó a la ciudad hace cuarenta años buscando un futuro mejor; de los trabajos que tuvo limpiando casas y vendiendo tamales; de las noches frías y los días largos; de las veces que tuvo que elegir entre comer o pagar el gas; de cómo la soledad se siente más pesada cuando uno envejece.
—¿Y nunca le ayudan sus hijos? —pregunté con rabia contenida.
Ella suspiró.—Hacen lo que pueden… pero también tienen sus problemas. Así es la vida.
Nos quedamos callados un rato, viendo pasar la tarde. El sol se colaba entre las nubes y por un momento todo parecía tranquilo.
—¿Sabe? —le dije— Ayer usted me enseñó algo muy importante. Que no debemos quedarnos callados ante la injusticia.
Ella sonrió.—A veces uno solo tiene dos palabras para defenderse… pero si salen del corazón, pueden cambiar algo.
Desde ese día empecé a acompañarla cada vez que podía. Le llevaba pan dulce o fruta del mercado; le ayudaba a cargar sus bolsas; le pagaba el pasaje del camión sin que se diera cuenta. Poco a poco fuimos formando una amistad extraña pero sincera.
Un domingo, mientras tomábamos un helado en la plaza, me contó que extrañaba mucho a sus hijos.—A veces sueño que vuelven y cenamos todos juntos como antes… pero sé que eso ya no va a pasar.
Vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas y sentí una rabia profunda contra ese sistema que olvida a los viejos, contra esa ciudad que devora a sus habitantes y los escupe cuando ya no pueden producir.
Un día me animé a buscar a sus hijos por Facebook. Les escribí mensajes contándoles sobre su mamá, sobre lo sola que estaba. Solo uno respondió: “Gracias por avisar”. Nada más.
La vida siguió su curso: yo conseguí trabajo en una papelería; Doña Mercedes seguía luchando cada día por sobrevivir con su pensión miserable y la ayuda ocasional de algún vecino amable.
Pero nunca olvidaré esa tarde lluviosa en el camión, ni esas dos palabras que cambiaron mi forma de ver el mundo: “Dios lo ve”.
Ahora cada vez que veo a una persona mayor sola en la calle, me detengo aunque sea para saludarla o preguntarle si necesita algo. Porque aprendí que todos podemos ser Doña Mercedes algún día.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que nuestros abuelos sean tratados así? ¿Cuándo vamos a entender que su dignidad es también la nuestra?