Las huellas de Mariana: entre el abandono y la esperanza
—¿Por qué siempre te sientas sola aquí? —le pregunté a la niña, mientras el sol caía sobre los bancos de la plaza central de San Miguelito. Ella ni siquiera me miró; seguía desmigajando el pan y lanzándolo a los pájaros con una paciencia que me resultaba dolorosamente familiar.
—Porque aquí nadie me pregunta nada —respondió al fin, con una voz tan pequeña que casi se la llevaba el viento.
Me llamo Mariana Torres. Tengo 34 años, soy psicóloga y escribo un blog sobre salud mental. Pero en ese instante, sentada frente a esa niña de trenzas deshechas y mirada ausente, sentí que todas mis teorías se desmoronaban. Porque esa niña era yo hace veinte años: sola, perdida, esperando que alguien —cualquiera— notara mi existencia.
La vi por primera vez un martes, cuando salí temprano del consultorio. La segunda vez, ya no pude evitar acercarme. Y la tercera… la tercera fue cuando entendí que no era casualidad. Me recordaba tanto a mí misma que dolía.
—¿Cómo te llamas? —insistí.
—Mary Luz —dijo, sin apartar la vista de los pájaros.
—¿Y tu mamá?
—Mi mamá está en España. Se casó con un señor allá. Dice que pronto me va a llevar, pero ya pasaron dos años… —Su voz se quebró apenas, pero enseguida apretó los labios y siguió alimentando a las aves.
Sentí un nudo en la garganta. Mi propia madre también se había ido cuando yo tenía nueve años. Se fue a Buenos Aires con su nuevo esposo y prometió volver por mí. Nunca volvió. Mi papá se quedó conmigo, pero nunca supo qué hacer con una hija triste y callada. Se refugió en el trabajo y en el fútbol con sus amigos del barrio. Yo me refugié en mis libros… y en las historias que inventaba para mis muñecas.
—¿Y tu papá?
—Trabaja todo el día en la construcción. Llega cansado. A veces ni hablamos —dijo Mary Luz, encogiéndose de hombros.
La miré largo rato. Quise abrazarla, decirle que todo iba a estar bien, pero no me atreví. ¿Quién era yo para prometerle algo así?
Esa noche no pude dormir. Recordé las peleas de mis padres antes de separarse: los gritos, los portazos, el silencio helado después. Recordé cómo mi abuela me preparaba chocolate caliente para consolarme y cómo yo fingía que no me importaba nada. Pero sí me importaba. Me importaba tanto que aún hoy, tantos años después, sentía ese vacío en el pecho.
Al día siguiente volví al parque. Mary Luz estaba allí, como siempre, con su bolsita de pan duro.
—¿Te gustan los animales? —le pregunté.
—Me gustan las ratitas —respondió, sonriendo por primera vez—. En mi casa hay una familia de ratitas detrás del ropero. Les dejo migas y les hablo bajito para que no tengan miedo.
Me reí suavemente. Yo también había tenido ratones en mi cuarto cuando era niña. Les ponía nombres: Lupita, Chiqui, Pancho… Eran mis únicos amigos cuando la soledad se hacía insoportable.
—¿Sabes? Yo también tenía ratitas cuando era chica —le confesé.
Sus ojos se iluminaron.—¿De verdad? ¿Y les hablabas?
—Claro. Les contaba mis secretos —dije, sintiendo cómo algo se aflojaba dentro de mí.
Así empezó nuestra rutina: cada tarde nos encontrábamos en el parque y hablábamos de cosas pequeñas —los pájaros, las ratitas, los sueños imposibles— pero también de cosas grandes: el miedo al abandono, la tristeza de los domingos sin familia, la esperanza terca de que algún día todo sería diferente.
Un viernes lluvioso Mary Luz no apareció. Esperé más de una hora bajo el techo oxidado del quiosco, mirando cómo el agua formaba ríos en las baldosas rotas. Sentí una angustia antigua apretándome el pecho: ¿y si le había pasado algo? ¿Y si su papá había decidido mudarse? ¿Y si…?
Corrí hasta su casa —una casita humilde al final de la calle 13— y toqué la puerta con fuerza. Nadie respondió. Me quedé allí, empapada y temblando, hasta que una vecina salió a barrer la vereda.
—¿Busca a Mary Luz? El papá está enfermo en el hospital. La niña está sola desde ayer —me dijo la señora Rosa.
Sin pensarlo dos veces fui a buscarla. La encontré sentada en el suelo del patio trasero, abrazando una caja de cartón donde asomaban dos ratoncitos grises.
—No quiero irme con mi mamá —susurró apenas me vio—. No quiero dejar a mis ratitas ni a mi papá…
Me arrodillé junto a ella.—A veces los grandes toman decisiones sin pensar en lo que sentimos nosotros —le dije—. Pero tú tienes derecho a decir lo que quieres.
Mary Luz me miró con lágrimas enormes.—¿Tú también te sentiste sola cuando eras niña?
No pude evitar llorar.—Sí… mucho tiempo. Pero aprendí que uno puede encontrar familia en otros lugares… incluso en una amiga del parque o en unas ratitas valientes.
Esa noche escribí en mi blog sobre Mary Luz (sin decir su nombre). Hablé del abandono infantil, de los niños que crecen sintiéndose invisibles porque sus padres están demasiado ocupados o demasiado rotos para verlos realmente. Hablé de mi propia herida abierta y de cómo sanar no es olvidar, sino aprender a vivir con lo que falta.
El post se volvió viral. Decenas de personas comentaron sus propias historias: madres solteras luchando por sus hijos; abuelos criando nietos porque los padres emigraron; adolescentes perdidos entre dos países y dos familias rotas.
Unos días después recibí un mensaje privado: era la mamá de Mary Luz desde España. Había leído mi blog y quería saber si su hija estaba bien.
Me temblaron las manos al responderle.—Mary Luz te extraña mucho —escribí—. Pero también necesita sentir que pertenece aquí…
La madre lloró al teléfono cuando hablamos.—No sabía cuánto le dolía… Pensé que era mejor para ella tener más oportunidades allá…
Le conté sobre las ratitas, sobre el parque, sobre el miedo de Mary Luz a perder todo lo que conoce otra vez.
Finalmente acordamos que Mary Luz se quedaría un tiempo más con su papá y conmigo como tutora temporal hasta que ella estuviera lista para decidir qué quería hacer.
Hoy Mary Luz sonríe más seguido. Sus ratitas han tenido crías y ella les inventa historias cada tarde mientras yo escribo en mi blog y preparo chocolate caliente para las dos.
A veces pienso en mi propia madre y me pregunto si alguna vez sintió culpa o si simplemente aprendió a vivir con su ausencia igual que yo aprendí a vivir con la mía.
¿Será posible romper el ciclo del abandono? ¿O estamos condenados a repetir las heridas de nuestra infancia hasta que alguien —quizás una niña solitaria en un parque— nos obligue a mirar hacia adentro y sanar?