Le alquilamos la casa al hermano de mi esposo: Cuando la familia duele más que un extraño
—¿Por qué no confías en mi hermano, Lucía? —me preguntó Andrés, mi esposo, con esa mezcla de cansancio y reproche que últimamente se había vuelto habitual en su voz.
Yo apreté los labios, mirando por la ventana de la cocina mientras el sol del mediodía caía sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en Córdoba. El aroma del guiso se mezclaba con el de la tierra caliente y el sudor de mis manos. No quería discutir otra vez, pero las palabras me ardían en la garganta.
—No es que no confíe, Andrés —dije al fin, bajando la voz para que los chicos no escucharan—. Es que ya van tres meses y Julián no ha pagado ni un peso del alquiler. Y encima, cada vez que le pido que arregle lo del baño, se hace el desentendido.
Andrés suspiró, frotándose la frente. —Es mi hermano, Lucía. Está pasando por un mal momento. ¿Qué querés que haga? ¿Echarlo a la calle?
Me mordí el labio. ¿Qué quería que hiciera? Quería que pensara en nosotros, en nuestros hijos, en las cuentas que se acumulaban sobre la mesa. Pero también entendía ese lazo invisible y pesado que une a las familias en Latinoamérica: el deber de ayudar, aunque te cueste el alma.
Todo empezó hace seis meses, cuando Julián llegó una noche con los ojos rojos y la voz temblorosa. Había perdido el trabajo en la fábrica y su mujer lo había dejado, llevándose a los chicos a Mendoza. No tenía dónde dormir y Andrés, sin consultarme, le ofreció nuestra casa vieja, esa que habíamos arreglado con tanto esfuerzo para alquilar y tener un ingreso extra.
—Es solo por unos meses —me prometió Andrés—. En cuanto se recupere, busca trabajo y te paga.
Al principio, me sentí bien ayudando. Le llevé comida, le presté una frazada cuando llegó el primer frío. Pero pronto empezaron los problemas: vecinos que se quejaban del ruido, cuentas de luz impagas, y una vez hasta vino la policía porque Julián había hecho una fiesta y alguien terminó herido.
—No es mi culpa si tus amigos no saben comportarse —le grité una tarde, cuando fui a reclamarle por el desastre en el patio.
Julián me miró con desprecio. —¿Y vos quién sos para venir a darme órdenes? Esta casa es de mi hermano.
Sentí cómo se me partía el corazón. No era solo la casa; era mi esfuerzo, mi sacrificio, lo poco que habíamos logrado construir juntos Andrés y yo. Pero cada vez que intentaba hablarlo con él, Andrés se ponía del lado de Julián.
—No puedo dejarlo solo —me decía—. Es sangre de mi sangre.
Mientras tanto, nuestras discusiones crecían. Los chicos empezaron a preguntar por qué papá y mamá ya no se reían juntos. Mi suegra me llamó una tarde para decirme que era una desalmada por querer echar a Julián a la calle.
—Vos nunca vas a entender lo que es ser familia —me dijo con voz fría.
Lloré esa noche hasta quedarme dormida. ¿De verdad era tan mala persona por querer proteger lo nuestro?
Un día, recibí una carta del banco: si no pagábamos la hipoteca en dos meses, perderíamos nuestra casa. Me temblaron las manos mientras le mostraba la carta a Andrés.
—¿Ves lo que está pasando? —le dije entre lágrimas—. Si Julián no paga el alquiler, vamos a perder todo.
Andrés me miró como si recién despertara de un sueño largo y pesado. Esa noche fue a hablar con Julián. Yo escuché los gritos desde la ventana:
—¡No podés seguir así! ¡Nos estás arruinando!
Julián salió dando un portazo. Se fue sin mirar atrás. Dicen que se fue a vivir con unos amigos al otro lado de la ciudad.
Pero el daño ya estaba hecho. Andrés y yo apenas nos hablábamos. Los chicos estaban tristes y confundidos. Mi suegra dejó de visitarnos.
Pasaron semanas antes de que Andrés volviera a mirarme como antes. Una noche, mientras lavaba los platos, se acercó y me abrazó por detrás.
—Perdón —susurró—. Quise hacer lo correcto… pero no supe cómo.
Lloramos juntos esa noche, por todo lo perdido: la confianza, la tranquilidad, la familia rota.
Hoy miro esa casa vacía y siento un vacío parecido en el pecho. A veces me pregunto si realmente vale la pena arriesgarlo todo por ayudar a la familia. ¿Hasta dónde llega el deber? ¿Cuándo empieza el derecho a proteger lo propio?
¿Ustedes qué harían? ¿Vale la pena sacrificar la paz familiar por ayudar a los nuestros? ¿O hay momentos en los que hay que decir basta?