Lealtad perdida: la nota que cambió mi destino

—¿Otra vez te vas, Julián? —La voz de Mariana, mi esposa, cortó el silencio de la cocina como un cuchillo. El aroma a arroz con pollo apenas lograba suavizar la tensión que flotaba en el aire.

Dejé caer la mochila junto a la puerta y me froté los ojos. —No tengo opción, Mariana. El jefe quiere que viaje a Montería mañana mismo. Es urgente. —Intenté sonar convincente, pero ni yo mismo creía en mis palabras.

Ella apagó la hornilla y se giró, cruzando los brazos. —¿Y por qué siempre eres tú? ¿Por qué nunca mandan a otro? —Su mirada era un mar de dudas y resentimiento.

No respondí. Caminé hasta el comedor y me desplomé en la silla. El ventilador giraba perezoso en el techo, como si también estuviera cansado de nuestra rutina. Mariana sirvió la cena en silencio, y el único sonido era el golpeteo de los cubiertos contra los platos.

Esa noche, mientras hacía mi maleta, encontré una nota arrugada entre mis papeles del trabajo. No recordaba haberla puesto ahí. Decía: “No confíes en nadie. Te están usando”. El pulso se me aceleró. ¿Quién la había escrito? ¿Era una broma? ¿O algo más grave?

Al día siguiente, el viaje fue un suplicio. Cada vez que sonaba mi celular, sentía que alguien me observaba. En la oficina regional, el ambiente era aún más tenso. Mis compañeros apenas me saludaban; algunos evitaban mi mirada.

Por la tarde, recibí una llamada de mi jefe, Don Ernesto. —Julián, necesito que revises unos documentos confidenciales. Nadie más debe verlos —ordenó con voz seca.

Me encerré en una sala pequeña y comencé a leer los papeles. Eran informes sobre contratos públicos, licitaciones amañadas, nombres conocidos… y el mío aparecía en varias páginas. Sentí un sudor frío recorrerme la espalda.

Esa noche no pude dormir. Llamé a Mariana, pero no contestó. Mandé mensajes a mi hermano Andrés, quien trabajaba en la alcaldía, pero tampoco respondió. Algo no cuadraba.

Al volver a casa dos días después, encontré a Mariana sentada en la sala con los ojos hinchados de tanto llorar. —¿Qué pasa? —pregunté, temiendo la respuesta.

—Vinieron unos hombres preguntando por ti —dijo ella entre sollozos—. Dijeron que sabías demasiado.

Sentí que el mundo se me venía abajo. Corrí al cuarto de mi hija Valentina y la abracé fuerte. —Papá está aquí, mi amor. Todo va a estar bien —le susurré, aunque ni yo mismo lo creía.

Esa noche discutimos fuerte con Mariana. —¿En qué estás metido, Julián? —gritó—. ¡Nos estás poniendo en peligro!

—¡No hice nada malo! Solo sigo órdenes…

—¿Órdenes de quién? ¿De esos corruptos que te manipulan? ¡Abre los ojos!

Las palabras de Mariana me dolieron más que cualquier amenaza externa. Me di cuenta de que había perdido su confianza… y quizá también la mía propia.

Los días siguientes fueron un infierno. Me seguían autos desconocidos; recibía llamadas anónimas advirtiéndome que guardara silencio. En la oficina, mis colegas cuchicheaban a mis espaldas.

Una tarde, mi hermano Andrés apareció en casa con el rostro desencajado.

—Julián, tienes que irte del país —me dijo en voz baja—. Hay una investigación federal y tu nombre está en el expediente.

—¡Pero yo no hice nada! —protesté—. Solo cumplía órdenes…

—Eso no importa ahora. Te van a usar como chivo expiatorio.

Miré a Mariana y a Valentina. ¿Huir? ¿Dejarlo todo atrás? ¿Y si era solo una trampa?

Esa noche, mientras empacaba lo poco que podía llevarme, encontré otra nota en mi maleta: “Si hablas, tu familia pagará”.

El miedo me paralizó. ¿Qué debía hacer? ¿Denunciar y arriesgarlo todo? ¿O callar y cargar con una culpa ajena?

Antes de irme, abracé a Mariana y le susurré: —Perdóname por todo esto… No sé si algún día podrás confiar en mí otra vez.

Ella me miró con lágrimas en los ojos y dijo: —Solo prométeme que volverás vivo.

Salí de casa sin mirar atrás, con el corazón hecho trizas y la mente llena de preguntas sin respuesta.

Ahora, mientras escribo estas líneas desde un lugar desconocido, me pregunto: ¿Vale la pena ser leal cuando esa lealtad puede destruirte? ¿Hasta dónde llegarías tú por proteger a los tuyos?