Lo hice porque era lo correcto

—¡Mariana, no puedo hablar mucho, están golpeando a Julián!—. La voz de mi prima Lucía temblaba al otro lado del teléfono. Sentí cómo la sangre se me helaba en las venas. El celular casi se me resbala de las manos sudorosas. No alcancé a preguntar nada; la llamada se cortó de golpe, dejándome con el corazón retumbando en el pecho y la mente en blanco.

Esa noche, Julián había salido solo a comprar pan en la tienda de la esquina, como tantas veces en nuestro barrio de Ciudad del Este. Pero esta vez no volvió. Corrí por las calles oscuras, esquivando charcos y perros callejeros, hasta llegar al parque donde lo encontré tirado, rodeado de tres tipos con camisetas de fútbol y olor a alcohol. Lucía lloraba a un lado, suplicando que lo dejaran. Yo grité, sin pensar, y uno de ellos se me acercó con una sonrisa torcida.

—¿Qué vas a hacer, princesita? ¿Llamar a la policía?—

No sé de dónde saqué el valor, pero me interpuse entre ellos y Julián. Sentí el golpe antes de verlo venir; el sabor metálico de la sangre llenó mi boca. Pero no me moví. No podía dejar que le hicieran más daño a mi hermano menor. Alguien gritó desde una ventana y los tipos salieron corriendo, riéndose como si todo fuera un juego.

Julián apenas podía hablar. Tenía el rostro hinchado y los ojos llenos de miedo. Lo llevé al hospital, donde nos miraron con desconfianza. «Otro pleito de pandilleros», murmuró una enfermera. Nadie llamó a la policía. Nadie preguntó quiénes eran los agresores.

Esa noche no dormí. Me senté junto a la cama de Julián, viendo cómo su pecho subía y bajaba con dificultad. Mamá lloraba en silencio en la cocina, rezando por él y por todos nosotros. Papá llegó tarde del trabajo, cansado y derrotado, sin palabras para consolarme.

Al día siguiente, fui a la comisaría a denunciar lo que había pasado. El oficial ni siquiera levantó la vista del escritorio.

—¿Tienes pruebas? ¿Testigos? Aquí todos dicen lo mismo y nadie vio nada.—

Sentí rabia, impotencia. ¿De qué servía hacer lo correcto si nadie nos escuchaba? Salí de ahí con las manos vacías y el alma hecha trizas.

Los días pasaron y Julián no quería salir de casa. Tenía pesadillas todas las noches. Yo también empecé a tener miedo de caminar sola por el barrio. Pero algo dentro de mí se negaba a aceptar que esto fuera normal.

Una tarde, mientras ayudaba a mamá a lavar ropa en el patio, escuché risas al otro lado del muro. Eran ellos: los mismos tipos que habían golpeado a Julián, ahora jugando fútbol como si nada hubiera pasado. Sentí una furia ciega apoderarse de mí.

Esa noche hablé con papá.

—Papá, no podemos dejar que esto quede así.—

Él suspiró, cansado.

—Hija, aquí las cosas son así. Si te metes con ellos, te metes en problemas peores.—

Pero yo no podía quedarme callada. Hablé con los vecinos, con las madres del barrio, con los amigos de Julián. Descubrí que no éramos los únicos: varios chicos habían sido atacados por esa misma pandilla. Nadie decía nada por miedo.

Organizamos una reunión en la parroquia. Al principio solo fuimos cinco personas, pero poco a poco llegaron más: madres con lágrimas en los ojos, padres furiosos, jóvenes llenos de rabia contenida. Decidimos juntar firmas y exigir presencia policial en el barrio.

La noticia llegó al municipio y mandaron una patrulla por unos días. Pero pronto todo volvió a ser como antes: los policías se iban temprano y los agresores volvían a adueñarse de las calles al anochecer.

Una noche escuché gritos afuera de mi casa. Salí corriendo y vi a uno de los chicos del grupo golpeando a un niño pequeño. Sin pensarlo dos veces, agarré un palo y me lancé sobre él. Hubo un forcejeo; terminé en el suelo con el labio partido y el chico huyó maldiciendo mi nombre.

Al día siguiente su madre vino a buscarme, furiosa.

—¿Quién te crees para golpear a mi hijo?—

—¿Y quién eres tú para dejar que tu hijo golpee a los demás?— le respondí sin miedo.

La discusión se volvió un escándalo en toda la cuadra. Algunos vecinos me defendieron; otros decían que estaba buscando problemas donde no los había.

Esa noche papá me miró con tristeza.

—Mariana, hiciste lo correcto… pero aquí lo correcto siempre sale caro.—

Julián me abrazó fuerte.

—Gracias por defenderme, hermana.—

Pero yo sentía una mezcla amarga de orgullo y culpa. ¿Había hecho bien? ¿O solo había puesto en peligro a mi familia?

Las semanas pasaron y la tensión creció en el barrio. Un día recibí una amenaza anónima: «Deja de meterte donde no te llaman». Mamá lloró otra vez; papá empezó a dormir con un machete bajo la cama.

Pero algo había cambiado: ya no estábamos solos. Más vecinos se animaron a denunciar; algunos padres empezaron a acompañar a sus hijos al colegio; las madres formaron rondas nocturnas para vigilar las calles.

Un día vi a Julián jugando fútbol con otros niños en la plaza, riendo por primera vez desde aquella noche maldita. Me senté en una banca y lloré en silencio: lágrimas de alivio, de miedo, de esperanza.

A veces me pregunto si valió la pena todo este dolor por hacer lo correcto. ¿Cuántas veces más tendremos que arriesgarlo todo para cambiar algo en este país? ¿Cuándo dejará de ser peligroso simplemente defender lo justo?