Lo que creí correcto: una noche que cambió mi vida

—¡Mariana, no puedo hablar mucho, a Toño lo están golpeando!—. La voz de mi primo Luis tronó en mi oído como un balde de agua helada. Sentí que el corazón se me salía del pecho. El teléfono temblaba en mi mano sudorosa. No alcancé a preguntar nada; la llamada se cortó y el silencio fue más ensordecedor que cualquier grito.

Corrí al cuarto de mi mamá, apenas podía articular palabra. —¡Mamá, a Toño le pasó algo!—. Ella se levantó de un salto, con el rostro pálido y los ojos abiertos como platos. Mi papá, que estaba viendo el noticiero, se puso de pie de inmediato. En menos de cinco minutos estábamos en la calle, buscando un taxi porque el coche llevaba semanas descompuesto. Afuera, la noche de Ciudad de México era un monstruo con mil ojos y mil peligros.

Mientras recorríamos las calles, mi mente era un torbellino: ¿Dónde estaba Toño? ¿Por qué lo golpeaban? ¿Sería por la deuda que tenía con esos tipos del barrio? ¿O acaso fue por defender a alguien más? Mi hermano siempre ha sido así: impulsivo, valiente hasta la imprudencia. Y yo, la hermana mayor, siempre tratando de protegerlo, aunque él nunca me lo pidiera.

Llegamos al parque donde Luis dijo que estaban. Había patrullas, gente gritando y una ambulancia con las luces encendidas. Mi mamá salió corriendo apenas vio a Luis, que lloraba con la cara llena de sangre y los nudillos rotos. —¡Se lo llevaron!— gritó entre sollozos. —¡A Toño se lo llevó la policía!—

Me acerqué a un policía, un tipo gordo y sudoroso que mascaba chicle como si le debiera la vida. —Oficial, ¿dónde está mi hermano?— pregunté con voz temblorosa. Me miró con desprecio y ni siquiera se molestó en contestar. Mi papá intentó calmarme, pero yo ya estaba fuera de mí.

—¡Dígame dónde está mi hermano! ¡No hizo nada!—

El policía se encogió de hombros. —Si no quieren problemas, mejor váyanse a su casa.—

Sentí una rabia tan grande que quise golpearlo ahí mismo. Pero mi mamá me jaló del brazo y me susurró: —No te metas en problemas, Mariana. Ya tenemos suficiente.—

Pero yo no podía quedarme de brazos cruzados. Sabía que si dejábamos a Toño en manos de la policía, lo iban a culpar de algo que no hizo o peor aún, lo iban a desaparecer como a tantos otros jóvenes del barrio. Así que tomé una decisión: iría a buscarlo al Ministerio Público aunque tuviera que enfrentarme al mundo entero.

Luis nos contó lo que pasó: unos tipos empezaron a molestar a una muchacha en el parque. Toño intervino para defenderla y los tipos lo golpearon entre varios. Cuando llegó la policía, en vez de detener a los agresores, se llevaron a Toño porque uno de ellos era hijo de un comandante.

La injusticia me quemaba por dentro. ¿Cómo era posible que los culpables estuvieran libres y mi hermano detenido por hacer lo correcto? Caminamos hasta el Ministerio Público de la delegación Iztapalapa. Afuera había familias esperando noticias de sus hijos, madres llorando y padres furiosos. El ambiente olía a miedo y desesperanza.

Entré sola porque mis papás ya no podían más. Me acerqué al mostrador y pedí ver a mi hermano. Una secretaria me miró con fastidio.

—¿Nombre del detenido?—

—Antonio Ramírez Hernández.—

Tecleó algo en la computadora y luego me dijo sin mirarme:

—No hay nadie con ese nombre.—

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. —¡Eso no puede ser! Lo trajeron hace menos de una hora.—

La mujer suspiró y llamó a un policía. —Llévala al área de detenidos.—

Me condujeron por un pasillo oscuro y frío. Al fondo vi a Toño sentado en una banca, con la camisa rota y el rostro hinchado. Cuando me vio, intentó sonreír pero solo consiguió que le sangrara más el labio.

—¿Estás bien?— le pregunté, conteniendo las lágrimas.

—He estado mejor— bromeó, pero su voz era apenas un susurro.

Un agente entró y me ordenó salir. Antes de irme, Toño me susurró:

—No digas nada, Mariana. No quiero problemas para ti.—

Pero yo ya había decidido que no iba a callar.

Salí y busqué a un abogado amigo de la familia, don Ernesto. Él llegó en menos de una hora y empezó a mover influencias para sacar a Toño. Pero los policías pedían dinero para liberarlo; decían que si no pagábamos, le iban a inventar cargos graves.

Mi papá quería pagar para evitar más problemas, pero yo me negué rotundamente.

—¿Por qué tenemos que pagar por algo que no hizo? ¡Eso es corrupción!— grité furiosa.

Mi mamá lloraba en silencio y mi papá me miraba con tristeza.

—Así es este país, hija. Si no pagas, te destruyen.—

Pero yo no podía aceptar eso. Fui a buscar a la muchacha que Toño defendió; su nombre era Fernanda y vivía cerca del parque. Al principio tuvo miedo de hablar, pero cuando le conté lo que estaba pasando, accedió a ir conmigo al Ministerio Público para declarar lo que vio.

Esa noche fue eterna. Fernanda declaró ante el Ministerio Público y don Ernesto presionó para que liberaran a Toño. Finalmente, después de horas de angustia, salió caminando tambaleante pero libre.

Cuando llegamos a casa, mi familia estaba destrozada pero unida como nunca antes. Mi papá me abrazó llorando y mi mamá besó las manos heridas de Toño.

Esa noche entendí que hacer lo correcto en México es muchas veces un acto heroico y solitario; que enfrentarse al sistema tiene un precio muy alto pero también puede salvar vidas.

Ahora me pregunto: ¿Cuántos jóvenes como Toño están hoy en una celda por atreverse a hacer lo correcto? ¿Cuántas Marianas se atreven a desafiar el miedo y la corrupción? ¿Y tú… qué harías si tu familia estuviera en peligro?