Lo que pesa el amor: La historia de Mariana y Julián

—¡Mirá en lo que te convertiste, Mariana!—. La voz de Julián retumbó en la cocina, tan fría como el café que se negaba a tomar. —¡Ya ni te parecés a vos misma!—. Sentí cómo la vergüenza me subía por las mejillas, mezclada con el cansancio y el dolor de la cesárea que aún no sanaba. —Recién tuve a nuestro hijo, Julián. Dame tiempo, por favor—. Mi voz tembló, pero él ni siquiera me miró. —Todas las esposas de mis amigos ya están como antes, ¿por qué vos no podés?—.

Me quedé sola, abrazando a Tomás, nuestro bebé, mientras las lágrimas caían sobre su mantita celeste. En ese momento supe que algo se había roto entre nosotros, algo que tal vez nunca se podría reparar.

Julián y yo nos conocimos en una fiesta patronal en Corrientes. Él era el alma del grupo: simpático, buen mozo, siempre rodeado de amigos. Yo era más callada, pero él supo hacerme reír y sentirme especial. Nos casamos jóvenes, con la bendición de nuestras familias y la promesa de construir juntos un hogar lleno de amor. Pero nadie te prepara para lo que viene después del «sí, acepto».

La presión empezó cuando quedé embarazada. Mi suegra, Doña Rosa, no perdía oportunidad para recordarme que debía cuidarme para no «desfigurarme». —Mirá que después cuesta volver al cuerpo de antes—, decía mientras me servía un plato más chico de guiso. Yo sonreía y asentía, aunque por dentro sentía miedo de no estar a la altura.

El embarazo fue duro. Náuseas, insomnio, miedo constante a perder al bebé. Julián empezó a llegar tarde del trabajo y a salir más con sus amigos. —Es que necesito despejarme—, decía. Yo lo entendía, pero me dolía quedarme sola con mis inseguridades.

El parto fue una batalla. Tomás nació por cesárea y yo quedé exhausta, con el cuerpo marcado y el alma hecha trizas. Los primeros días en casa fueron un infierno: no dormía, no comía bien y sentía que todo el mundo esperaba que fuera feliz solo por ser mamá.

Una tarde, mientras amamantaba a Tomás, escuché a Julián hablando por teléfono en el patio.

—No sabés cómo está… Se dejó estar mal. Ni parece la Mariana de antes—.

Sentí una puñalada en el pecho. ¿Eso pensaba de mí? ¿Eso le decía a sus amigos? Cuando entró a la casa, le pregunté si todavía me quería.

—No sé, Mariana… No sos la misma—.

Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Empecé a mirarme al espejo con odio: veía una mujer hinchada, ojerosa, despeinada. Me sentía invisible.

Mi mamá vino a visitarme desde Resistencia. Al verme tan decaída, me abrazó fuerte.

—Hijita, no te olvides de quién sos. No sos solo mamá ni solo esposa. Sos Mariana—.

Sus palabras me dieron un poco de fuerza para seguir. Pero la situación en casa empeoraba cada día. Julián se volvió más distante y frío; apenas me dirigía la palabra si no era para criticarme o compararme con otras mujeres.

Una noche discutimos fuerte.

—¿Por qué no podés entender que esto es difícil para mí?— le grité.

—¿Y para mí no? Yo también tengo derecho a una mujer linda al lado— respondió él sin piedad.

Me sentí humillada y sola como nunca antes. Pensé en irme con Tomás a casa de mi mamá, pero tenía miedo: miedo al qué dirán, miedo a fracasar como esposa y madre.

Los días pasaban y yo intentaba recuperar mi figura: dietas estrictas, ejercicios cuando Tomás dormía, cremas milagrosas que prometían borrar las estrías. Nada parecía suficiente para Julián ni para mí misma.

Un día encontré mensajes en su celular: conversaciones con una tal Luciana, llenas de coqueteos y promesas de encuentros. El mundo se me vino abajo.

Lo enfrenté esa noche.

—¿Quién es Luciana?—

Él no lo negó.

—Alguien que sí se cuida… Alguien que me hace sentir hombre otra vez—.

Sentí rabia, tristeza y una vergüenza insoportable. Pero también sentí algo nuevo: dignidad.

Esa noche dormí con Tomás en su cuarto y al día siguiente llamé a mi mamá.

—Mamá, necesito volver a casa— le dije entre sollozos.

Ella llegó esa misma tarde con mi hermano Pablo en su camioneta vieja. Cargamos mis cosas y las del bebé mientras Julián miraba desde la puerta sin decir palabra.

En Resistencia empecé de nuevo. Mi familia me apoyó y poco a poco fui recuperando fuerzas. Fui al centro de salud y hablé con una psicóloga que me ayudó a entender que mi valor no dependía del cuerpo ni de la mirada de un hombre.

Conocí otras mujeres en el grupo de apoyo: todas tenían historias parecidas. Una era abogada y su esposo la había dejado por «engordar» después del parto; otra era enfermera y luchaba contra la depresión posparto sin ayuda de nadie. Nos hicimos amigas y juntas aprendimos a reírnos otra vez.

Julián intentó contactarme varias veces: primero para pedirme perdón, después para reclamarme que le «robé» a su hijo. No volví con él. Entendí que merecía respeto y amor verdadero.

Hoy Tomás tiene dos años y es un niño feliz. Yo trabajo medio tiempo en una librería y estudio psicología por las noches. Mi cuerpo ya no es el de antes, pero aprendí a quererlo porque es el cuerpo que trajo vida al mundo.

A veces me pregunto si alguna vez podré confiar en alguien otra vez o si podré perdonar del todo lo que viví con Julián. Pero sé que soy más fuerte ahora.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos definan por nuestro cuerpo? ¿Cuántas mujeres más tienen que pasar por esto para que entendamos que valemos mucho más?