Los ecos del amor no dicho: Una historia de abandono y soledad

—¿Por qué no te callas, Lucía? ¡Siempre tienes que arruinarlo todo!— El grito de mi papá retumbó en las paredes descascaradas de nuestra casa en San Miguel de Tucumán. Yo tenía 13 años y ya sabía que el silencio era mi mejor refugio. Mamá, con la mirada perdida y las manos temblorosas, solo atinó a bajar la cabeza. Nadie me defendió. Nadie nunca lo hacía.

Ahora tengo 21 y, aunque mis padres siguen vivos, hace años que no los siento presentes. La gente suele decirme: “Al menos tienes familia”, pero ¿de qué sirve tenerla si te sientes más sola que nunca? Mi papá, Ernesto, siempre llegaba borracho, con el aliento a caña y rabia acumulada. Mi mamá, Rosa, se refugiaba en la telenovela de las 9 y en su rosario, como si rezar pudiera salvarnos del infierno cotidiano.

Recuerdo una noche en la que el grito fue tan fuerte que pensé que las paredes se iban a caer. —¡No sirves para nada!— le gritó Ernesto a Rosa. Yo estaba en mi cuarto, abrazando mi almohada para no escuchar. Pero los gritos siempre encontraban la forma de colarse por debajo de la puerta. Esa noche, me prometí que nunca sería como ellos. Pero el dolor se quedó pegado a mi piel como el olor a humedad de nuestra casa.

A los 16, empecé a trabajar en una panadería para poder comprar mis propios útiles escolares. Mi mamá apenas me miraba cuando salía temprano y volvía tarde. —¿Por qué trabajás tanto?— me preguntó una vez, sin esperar respuesta. Yo quería decirle: “Porque nadie más lo va a hacer por mí”, pero me tragué las palabras como tantas otras veces.

En la escuela, mis compañeros hablaban de sus familias con cariño o rabia pasajera. Yo solo sentía un hueco en el pecho. A veces inventaba historias sobre mis padres para no sentirme tan diferente. Decía que mi papá era mecánico y mi mamá costurera, que los domingos hacíamos asado en el patio. Mentiras piadosas para sobrevivir.

A los 18, cuando terminé la secundaria, ni siquiera fueron a mi acto de colación. Me quedé sola entre los padres orgullosos y los abrazos ajenos. Esa noche caminé hasta la plaza principal y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me pregunté si alguna vez podría sentirme parte de algo.

La universidad fue un escape y una condena. Estudiar Trabajo Social me hizo ver cuántas Lucías hay en nuestro país: chicas y chicos invisibles, con padres ausentes aunque estén vivos y cerca. En las prácticas veía familias rotas como la mía, madres cansadas y padres perdidos en el alcohol o la indiferencia. A veces sentía rabia, otras veces compasión.

Un día, en una clase sobre violencia familiar, la profesora nos pidió escribir una carta a alguien que nos hubiera marcado en la infancia. Pensé en escribirle a mi mamá:

“Mamá,

Nunca entendí por qué te quedaste. Por qué nunca me defendiste ni te defendiste a vos misma. A veces pienso que tenías miedo, otras veces creo que simplemente te resignaste. Me dolió más tu silencio que los gritos de papá.”

No entregué la carta. La guardé en mi cuaderno, junto con otras palabras no dichas.

A veces me pregunto si Ernesto alguna vez se dio cuenta del daño que hizo. Si Rosa alguna vez pensó en irse o si simplemente aprendió a sobrevivir como yo. En los barrios de Tucumán, muchas mujeres viven así: calladas, aguantando por miedo o por costumbre.

Hace poco volví a casa después de meses sin verlos. Ernesto estaba sentado frente al televisor con una cerveza en la mano; Rosa cocinaba en silencio. Nadie preguntó cómo estaba ni qué había sido de mi vida. Sentí un vacío tan grande que tuve ganas de gritarles todo lo que llevaba guardado desde niña.

—¿Por qué nunca me cuidaron?— solté de golpe.

Ernesto ni siquiera levantó la vista. Rosa se quedó quieta, con la cuchara suspendida en el aire.

—Hija…— murmuró ella, pero no terminó la frase.

Me fui antes de cenar. Caminé por las calles polvorientas del barrio y pensé en todas las veces que soñé con una familia diferente. En todas las Lucías que crecen sintiéndose invisibles.

Hoy vivo sola en un departamento pequeño cerca de la universidad. Trabajo y estudio mucho para no pensar demasiado en lo que me falta. A veces me pregunto si algún día podré formar una familia distinta, si podré romper el ciclo del abandono y el silencio.

En las noches más difíciles, me abrazo fuerte y repito: “No soy como ellos”. Pero el eco del amor no dicho sigue resonando adentro mío.

¿Será posible sanar alguna vez las heridas que deja una familia ausente? ¿Cuántos de ustedes también han sentido ese vacío? Los leo.