Los ecos del amor no dicho: una historia de abandono y soledad
—¿Por qué no me mirás cuando te hablo, mamá? —le grité esa noche, con la voz quebrada y las manos temblando, mientras el eco de mi propio llanto rebotaba en las paredes descascaradas de nuestra casa en Córdoba.
Ella no respondió. Como siempre, se limitó a mirar la televisión, con los ojos perdidos en una novela mexicana que parecía más real que nuestra propia vida. Mi papá, Ernesto, ya se había ido al bar de la esquina. Sabía que volvería tarde, oliendo a fernet y con la rabia a flor de piel. Yo tenía 21 años y sentía que el mundo entero me había dado la espalda.
Desde chica aprendí a caminar en puntas de pie para no despertar la furia de Ernesto. Recuerdo una vez, tendría unos ocho años, cuando rompí un vaso sin querer. Él me miró con esos ojos rojos y me gritó tan fuerte que sentí que me partía en dos. Mamá, Lucía, solo bajó la cabeza y siguió lavando los platos. Nunca dijo nada. Nunca hizo nada. Me preguntaba si alguna vez había sentido algo por mí o si simplemente estaba demasiado rota para protegerme.
En la escuela, mis compañeras hablaban de sus familias: de los domingos de asado, de las risas en la mesa, de los abrazos antes de dormir. Yo inventaba historias para no sentirme menos. Decía que mi papá trabajaba mucho y que por eso no estaba en casa, que mi mamá era reservada pero cariñosa. Mentiras piadosas para sobrevivir.
La verdad era otra: Ernesto llegaba borracho casi todas las noches. A veces gritaba, a veces golpeaba puertas, a veces golpeaba a mamá. Yo me escondía en mi cuarto, tapándome los oídos con la almohada mientras rezaba para que todo terminara rápido. Al día siguiente, Lucía preparaba el desayuno como si nada hubiera pasado. El silencio era nuestro idioma.
Cuando cumplí 18, pensé en irme. Tenía una amiga, Valeria, que me ofreció su sofá por unos días. Pero no pude. Algo me ataba a esa casa: el miedo, la culpa, la esperanza tonta de que algún día todo cambiara. Así pasaron los años, entre trabajos mal pagados y noches en vela.
Un día, Ernesto llegó más violento que nunca. Mamá tenía un moretón en el ojo y yo ya no pude callar más.
—¡Basta! —le grité—. ¡No te das cuenta de lo que estás haciendo!
Él me miró como si fuera una extraña. Me empujó contra la pared y sentí el frío del cemento en la espalda. Mamá lloraba en silencio.
Esa noche dormí en casa de Valeria. Me sentí culpable por dejar a mamá sola, pero también aliviada por escapar aunque fuera por unas horas. Valeria me abrazó fuerte y me dijo:
—No tenés que volver si no querés.
Pero volví. Siempre volvía. La culpa era más fuerte que el miedo.
A los 21 años, finalmente entendí que nadie vendría a salvarme. Que mamá nunca iba a defenderme porque ni siquiera podía defenderse a sí misma. Que Ernesto nunca iba a cambiar porque el alcohol era su único refugio y su peor condena.
Empecé terapia en un centro comunitario del barrio Alberdi. La psicóloga, Mariana, tenía una voz suave y unos ojos llenos de compasión.
—¿Qué sentís cuando pensás en tu familia? —me preguntó un día.
—Rabia —le dije—. Y tristeza. Mucha tristeza.
Me enseñó a ponerle nombre a mis emociones, a entender que lo que vivía no era normal ni justo. Que merecía algo mejor.
Pero salir del círculo era difícil. Cada vez que intentaba alejarme, mamá me llamaba llorando:
—No me dejes sola con él, hija…
Y yo volvía. Siempre volvía.
Hasta que una noche todo cambió. Ernesto llegó más borracho que nunca y empezó a romper cosas. Mamá intentó calmarlo y él le pegó tan fuerte que cayó al suelo. Yo grité pidiendo ayuda y los vecinos llamaron a la policía.
Esa noche nos llevaron a las dos a la comisaría. Mamá temblaba y yo sentí una mezcla de alivio y terror.
—¿Querés hacer la denuncia? —me preguntó una oficial.
Miré a mamá. Ella bajó la cabeza y negó con la cabeza.
—No —dije yo—. Pero sí quiero irme de esa casa para siempre.
Conseguí un lugar en un hogar para mujeres jóvenes en situación de violencia. Al principio fue duro: extrañaba mi cama, mi cuarto, incluso el silencio pesado de mi casa. Pero poco a poco empecé a respirar mejor.
Conocí a otras chicas con historias parecidas: Camila había escapado de un padrastro abusivo; Florencia había sido madre adolescente y su familia la echó; Rocío vivía en la calle desde los 15 años. Nos hicimos amigas, hermanas de dolor y esperanza.
Empecé a estudiar enfermería gracias a una beca del gobierno provincial. Por primera vez sentí que tenía un futuro posible.
Mamá sigue con Ernesto. A veces me llama llorando; otras veces finge que todo está bien. Yo aprendí a poner distancia, aunque duela.
A veces me pregunto si algún día podré perdonarlos: a ella por su silencio; a él por su violencia; a mí misma por no haber escapado antes.
Hoy tengo 24 años y vivo sola en un departamento chiquito cerca del hospital donde trabajo como practicante. Todavía tengo pesadillas algunas noches; todavía lloro cuando escucho gritos en la calle; todavía siento ese vacío adentro que nadie puede llenar.
Pero también aprendí a quererme un poco más cada día. A entender que mi valor no depende del amor (o la ausencia) de mis padres. Que puedo construir mi propia familia con las personas que elijo.
A veces me siento fuerte; otras veces vulnerable. Pero sigo adelante.
¿Será posible sanar del todo alguna vez? ¿O los ecos del amor no dicho nos acompañarán siempre?