Madre ajena

—¿Cómo que no soy tu hija? —grité, aferrándome al respaldo de la silla, sintiendo que el suelo se abría bajo mis pies.

Mi mamá —o quien yo creía que era mi mamá— ni siquiera levantó la vista del periódico. Su voz, seca y cortante, me atravesó como un cuchillo:

—No me hables en ese tono, Lucía. Dije lo que dije. ¿Y tú quién eres para exigirme explicaciones?

El reloj de la cocina marcaba las seis y media de la tarde. Afuera, el bullicio de las calles de Medellín seguía su curso, ajeno a la tormenta que se desataba en nuestro pequeño apartamento. Mi hermano menor, Andrés, se asomó desde el pasillo, con los ojos abiertos como platos.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz temblorosa.

Yo no podía responderle. Sentía un nudo en la garganta, una mezcla de rabia y miedo. ¿Cómo podía ser cierto? ¿Cómo podía mi propia madre decirme que era una extraña?

—Mamá, explícame —suplicaba, casi sin voz—. ¿Por qué dices eso? ¿Por qué ahora?

Ella dejó el periódico sobre la mesa y me miró por fin. Sus ojos estaban llenos de cansancio, pero también de algo más: resentimiento.

—Porque ya estoy cansada de fingir, Lucía. Toda la vida he hecho lo que he podido por ustedes, pero tú… tú siempre fuiste diferente.

Sentí que me faltaba el aire. Andrés se acercó y me tomó la mano. Yo lo apreté fuerte, buscando anclarme a algo real.

—¿Diferente cómo? —pregunté, con la voz quebrada.

Mamá suspiró y se levantó de la mesa. Caminó hacia la ventana y miró hacia la calle, como si buscara respuestas en el horizonte.

—No eres mi hija biológica —dijo al fin—. Te trajeron a esta casa cuando tenías apenas unos meses. Tu papá… él fue quien te trajo. Nunca quise esto, pero no tuve opción.

Las palabras rebotaban en mi cabeza como piedras. No podía creerlo. Mi papá había muerto hacía cinco años en un accidente de moto. Nunca me habló de nada parecido.

—¿Y mi verdadera madre? —pregunté, sintiendo cómo las lágrimas me ardían en los ojos.

Mamá se encogió de hombros.

—No sé nada de ella. Solo sé que tu papá llegó con una bebé y me dijo que era nuestra hija. Yo… yo acepté porque lo amaba y porque Andrés era tan pequeño…

Andrés soltó mi mano y retrocedió un paso.

—¿Entonces Lucía no es mi hermana? —preguntó, con voz temblorosa.

—Claro que sí —dije rápidamente, mirándolo a los ojos—. Siempre seré tu hermana.

Pero ni siquiera yo creía mis propias palabras. Sentí que todo lo que había conocido era una mentira. Mi infancia, los recuerdos familiares, las fotos en la sala… ¿todo era falso?

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Recordé las veces que mamá me miraba con frialdad cuando sacaba malas notas o cuando discutíamos por tonterías. ¿Siempre me vio como una extraña? ¿Por eso nunca sentí su cariño como el de otras mamás?

Esa noche no pude dormir. Escuché a mamá llorar en su habitación y a Andrés susurrando por teléfono con su novia. Me sentía sola, más sola que nunca.

Al día siguiente, fui a buscar a mi tía Rosa, la hermana menor de mi papá. Siempre fue cariñosa conmigo y pensé que tal vez ella podría decirme algo más.

—Tía, necesito hablar contigo —le dije apenas abrió la puerta.

Me abrazó fuerte y me hizo pasar a su sala llena de plantas y fotos antiguas.

—¿Qué pasa, mi niña?

Le conté todo entre sollozos. Ella me escuchó en silencio y luego suspiró profundamente.

—Tu papá… él tenía un gran corazón, pero también muchos secretos —dijo finalmente—. Yo no sé mucho, solo recuerdo que un día llegó con una bebé y nos dijo que era su hija. Nadie preguntó nada porque él estaba tan feliz…

—¿Y mi mamá biológica? ¿Nadie sabe nada?

Tía Rosa negó con la cabeza.

—Solo sé que tu papá iba mucho a un pueblo cerca de Santa Fe de Antioquia por esa época. Tal vez allá puedas encontrar respuestas.

Volví a casa con el corazón pesado pero decidido a buscar la verdad. Mamá me ignoró durante días; apenas si cruzábamos palabra en la cocina o al salir para el trabajo. Andrés trataba de hacerme reír con sus chistes malos, pero yo ya no era la misma.

Un sábado temprano tomé un bus hacia Santa Fe de Antioquia. El viaje fue largo y silencioso; miraba por la ventana los paisajes verdes y las montañas cubiertas de neblina mientras pensaba en todo lo que había perdido… o tal vez nunca tuve.

En el pueblo pregunté por mi papá en la plaza principal. Una señora mayor, doña Mercedes, recordó haberlo visto años atrás.

—Él venía a ver a una muchacha joven —me dijo—. Se llamaba Mariana. Era muy bonita pero tenía muchos problemas en casa.

Mi corazón latía con fuerza.

—¿Sabe qué pasó con ella?

Doña Mercedes bajó la voz:

—Dicen que se fue del pueblo después de tener una niña… Nadie volvió a saber de ella.

Caminé por las calles empedradas sintiendo un vacío inmenso. ¿Sería Mariana mi madre? ¿Por qué me dejó? ¿Por qué mi papá nunca me contó nada?

Regresé a Medellín con más preguntas que respuestas. Esa noche enfrenté a mamá una vez más.

—Fui al pueblo donde papá iba antes de traerme aquí —le dije—. Sé que había una mujer llamada Mariana… ¿Sabes algo más?

Mamá me miró largo rato antes de hablar:

—Solo sé que tu papá quería protegerte. Tal vez pensó que aquí tendrías una vida mejor… Pero yo no supe amarte como merecías. Lo siento, Lucía.

Por primera vez vi lágrimas sinceras en sus ojos. Me acerqué y la abracé; ambas lloramos juntas por todo lo perdido, por todo lo callado durante tantos años.

Hoy sigo buscando respuestas sobre mi origen, pero también aprendí algo importante: la familia no siempre es sangre; a veces es dolor, otras veces es perdón… y casi siempre es un misterio difícil de descifrar.

¿Alguna vez han sentido que no pertenecen a ningún lugar? ¿Qué harían ustedes si descubrieran un secreto así sobre su propia familia?