“Mariana, te amo, pero ya no puedo vivir tu vida por ti”: La historia de una madre y su hija enredadas en la dependencia
—Mamá, ¿puedes llamar tú al banco? Me da miedo que me regañen porque no entiendo nada de los papeles…
La voz de Mariana, mi hija, sonaba temblorosa al otro lado del teléfono. Era martes por la mañana y yo estaba en la fila del supermercado, con el bolso colgando del brazo y una lista de compras que no terminaba nunca. Cerré los ojos un instante, apreté los labios y sentí esa mezcla de ternura y cansancio que me acompaña desde hace treinta años.
—Claro, hija —le respondí casi en automático—. Mándame una foto de los papeles y yo lo arreglo.
Colgué y sentí el peso invisible de todas las veces que había hecho lo mismo: hablar con sus maestros cuando era niña porque le daba miedo preguntar; pedirle al doctor que le explicara despacio porque se ponía nerviosa; acompañarla a entrevistas de trabajo porque le temblaban las manos. Mariana siempre fue una niña sensible, dulce, pero también frágil. Desde pequeña le costaba enfrentarse al mundo. Yo, como buena madre mexicana —o eso creía—, me convertí en su escudo.
Recuerdo la primera vez que la defendí en la primaria. Tenía siete años y llegó llorando porque una compañera le había dicho “llorona”. Esa noche, mientras le acariciaba el cabello, le prometí que siempre estaría para ella. Y lo cumplí. Pero ahora, con treinta años, Mariana sigue llamándome para que resuelva sus problemas. Y yo… yo ya no sé si estoy ayudando o si la estoy hundiendo más.
Mi esposo, Ernesto, siempre me lo decía:
—Lety, tienes que dejarla equivocarse. Si no aprende ahora, ¿cuándo?
Pero yo no podía. ¿Cómo dejarla sola si la veía tan vulnerable? En nuestra colonia de Guadalajara, donde todos se conocen y las familias se ayudan, ser madre es sinónimo de sacrificio. Las vecinas me decían: “Qué suerte tiene Mariana de tenerte”. Yo sonreía, pero por dentro sentía una presión en el pecho.
El año pasado, Mariana perdió su trabajo en una agencia de publicidad. No era la primera vez. Siempre había algo: un jefe muy exigente, compañeros que la hacían sentir menos, proyectos que no salían como esperaba. Cada vez que la despedían, yo era la primera en llegar con comida caliente y palabras de consuelo.
—No te preocupes, hija. Yo te ayudo a buscar otro trabajo —le decía mientras le preparaba un té de manzanilla.
Pero esta vez fue diferente. Mariana no solo perdió el trabajo: también terminó con su novio, Andrés. Se encerró en su cuarto durante semanas. Yo iba todos los días a verla, le llevaba comida, le arreglaba el cuarto. Hasta le conseguí una entrevista con la prima de mi comadre, que trabaja en recursos humanos.
Una tarde, mientras doblaba su ropa, Mariana explotó:
—¡Ya déjame en paz! ¡No quiero que me consigas nada! ¡No quiero que me ayudes!
Me quedé helada. Sentí como si me hubieran arrancado el corazón del pecho.
—Solo quiero ayudarte… —susurré.
—¡No! ¡Solo quiero que me escuches! —gritó entre lágrimas—. ¡Siempre haces todo por mí! ¡Nunca me dejas intentar!
Salí de su cuarto sintiéndome la peor madre del mundo. Esa noche no pude dormir. Pensé en mi propia madre, Doña Carmen, que siempre decía: “Los hijos son prestados”. Pero yo nunca supe soltar.
Pasaron los días y Mariana empezó a salir más. La vi sonreír con sus amigas del barrio; incluso fue sola a una entrevista de trabajo. No consiguió el puesto, pero llegó a casa orgullosa.
—Mamá, esta vez fui yo quien habló con el jefe —me dijo con una sonrisa tímida.
Sentí una mezcla de alegría y miedo. ¿Y si se caía? ¿Y si volvía a encerrarse? Pero también sentí alivio. Por primera vez en años, Mariana estaba intentando caminar sola.
Un domingo por la tarde, mientras preparábamos enchiladas juntas en la cocina, Mariana se detuvo y me miró a los ojos:
—Mamá… gracias por todo lo que has hecho por mí. Pero creo que necesito aprender a vivir mi vida… aunque me equivoque.
Me temblaron las manos. Quise decirle tantas cosas: que tenía miedo por ella, que no quería verla sufrir… pero solo pude abrazarla.
Esa noche escribí en mi diario:
“¿En qué momento el amor se convierte en una cadena? ¿Cuándo ayudar deja de ser amor y se vuelve control?”
Desde entonces he intentado soltar poco a poco. No es fácil. Cada vez que Mariana me llama para contarme un problema y no para pedirme ayuda, siento un orgullo inmenso… y también un vacío extraño. A veces me descubro marcándole para preguntarle si necesita algo y tengo que detenerme.
En nuestra familia ahora hablamos más claro. Ernesto me abraza cuando me ve preocupada y me dice:
—Lety, hiciste lo mejor que pudiste. Ahora déjala volar.
Mariana sigue tropezando, pero también ha aprendido a levantarse sola. Yo he vuelto a tomar clases de pintura y a salir con mis amigas del club de lectura. Poco a poco recupero mi vida… y aprendo a confiar en la suya.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres latinoamericanas viven atrapadas entre el amor y el miedo? ¿Cuántas veces confundimos ayudar con impedir crecer? ¿Ustedes también han sentido ese dolor al soltar a sus hijos? Los leo…