Mayo, el mes en que me rompieron el alma
—¿Así de fácil, Ernesto? ¿Así te vas? —le grité mientras él recogía su maleta, sin siquiera mirarme a los ojos.
El portazo retumbó en todo el apartamento, como si quisiera dejar claro que no había vuelta atrás. Afuera llovía, y yo sentí que el cielo lloraba conmigo. Mayo siempre había sido mi mes favorito: las jacarandas florecen en la Ciudad de México, el aire huele a tierra mojada y la vida parece prometer nuevos comienzos. Pero ese mayo, el mes en que Ernesto se fue, todo perdió color.
No fue una sorpresa total. Desde hacía meses, Ernesto era apenas una sombra del hombre que conocí. Antes del matrimonio era atento, cariñoso, hasta cursi. Me llevaba flores del mercado de Coyoacán, me escribía notitas en servilletas y me hacía reír con sus imitaciones de mi mamá. Pero después de la boda, todo cambió. Como si la ceremonia hubiera sido un interruptor: de pronto, las flores se marchitaron, las palabras dulces se volvieron monosílabos y las noches juntos se llenaron de silencios incómodos.
—No es por ti, es por mí —me dijo una noche, sin mirarme—. Siento que necesito algo diferente.
Yo sabía lo que significaba «algo diferente». Se llamaba Camila, tenía veintiséis años y trabajaba con él en la agencia de publicidad. La vi una vez en una fiesta de fin de año: alta, delgada, con una risa contagiosa y una seguridad que yo había perdido hace años. No la culpé a ella. Ni siquiera lo culpé a él. Me culpé a mí misma por no haber visto las grietas antes de que se convirtieran en abismos.
Mi mamá fue la primera en enterarse. Llegó al departamento con su bolsa llena de tuppers y su mirada inquisitiva.
—¿Qué pasó ahora? —preguntó mientras servía arroz con leche.
—Ernesto se fue —le dije, y la voz me tembló.
—¡Ay, hija! ¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Cómo le vas a decir a tu papá? ¿Y tus suegros? ¿Y la familia? —Su preocupación no era por mí, sino por el qué dirán.
En México, divorciarse sigue siendo un escándalo para muchas familias. «¿Qué hiciste para que se fuera?», «¿No lo atendías bien?», «¿Seguro no tienes a otro?». Las preguntas caían sobre mí como piedras. Mis amigas del trabajo me miraban con lástima o con miedo, como si mi desgracia fuera contagiosa.
Las primeras semanas fueron un infierno. No podía dormir; cada rincón del departamento me recordaba a Ernesto: su taza favorita, su camisa olvidada en el respaldo de la silla, el olor a su loción mezclado con el mío. Lloré hasta quedarme seca. Me pregunté mil veces qué hice mal.
Un día, mi hermana Lucía vino a verme. Ella siempre fue la rebelde de la familia, la que se fue a vivir sola a los veinte y nunca se casó.
—¿Por qué lloras por alguien que no te supo valorar? —me dijo—. Mejor llora por ti, por todo lo que te negaste mientras estabas con él.
Sus palabras me dolieron más que el abandono de Ernesto. Porque eran verdad. Me di cuenta de que llevaba años apagando mi luz para no opacar la suya; renuncié a mis sueños para sostener los suyos; dejé de bailar porque a él le molestaba el ruido; dejé de escribir porque decía que era una pérdida de tiempo.
La familia de Ernesto me llamó varias veces. Su mamá me pidió que «no hiciera escándalo», que pensara en «la reputación». Su hermana me mandó mensajes pasivo-agresivos: «Espero que estés bien… aunque seguro tú también tienes tu parte de culpa».
En medio del dolor, empecé a notar cosas que antes ignoraba: mis amigas divorciadas eran invisibles en las reuniones familiares; las vecinas cuchicheaban cuando pasaba; incluso en la iglesia sentí miradas de reproche. En Latinoamérica, una mujer divorciada sigue siendo vista como un fracaso ambulante.
Pero algo dentro de mí empezó a cambiar. Un día desperté y no lloré. Fui al mercado sola, compré flores para mí misma y cociné mi platillo favorito sin miedo a quejarme del olor. Empecé a escribir otra vez: relatos cortos sobre mujeres que sobreviven al abandono, sobre madres solteras que sacan adelante a sus hijos, sobre abuelas que crían nietos mientras los hijos migran al norte.
Un sábado por la tarde, Lucía me llevó a una clase de salsa en un centro cultural del barrio. Al principio me sentí ridícula: torpe, fuera de lugar, demasiado vieja para empezar de nuevo. Pero cuando sonó la música y sentí el ritmo en los pies, recordé quién era antes de Ernesto: una mujer alegre, valiente, capaz de reírse hasta del dolor.
Poco a poco recuperé mi vida. Cambié los muebles del departamento, pinté las paredes de colores vivos y colgué fotos mías sonriendo. Volví a salir con amigas; algunas me confesaron sus propios miedos: «Yo también siento que mi matrimonio es una rutina», «A veces quisiera tener tu valor para empezar de nuevo».
Un día recibí un mensaje inesperado:
—Hola, soy Camila. Quería pedirte disculpas por todo lo que pasó. No sabía cómo acercarme antes.
Sentí rabia al principio, pero luego entendí que ella tampoco era culpable de mis heridas. Le respondí con sinceridad:
—No tienes que disculparte conmigo. Cada quien toma sus decisiones y vive sus consecuencias.
Esa noche dormí tranquila por primera vez en meses.
El divorcio fue rápido; Ernesto quería cerrar el capítulo cuanto antes. Firmamos los papeles en una oficina fría del juzgado familiar mientras afuera seguía lloviendo. No hubo lágrimas ni reproches; solo un silencio pesado y definitivo.
Hoy es mayo otra vez. Las jacarandas están en flor y yo camino por el parque con mi hermana y mi sobrina. Siento nostalgia por lo perdido, pero también gratitud por lo aprendido. La vida después del divorcio no es fácil: hay días en los que extraño la compañía, otros en los que temo al futuro. Pero también hay días luminosos en los que me siento más viva que nunca.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas en relaciones muertas solo por miedo al qué dirán? ¿Cuántas apagan su luz para sostener amores mediocres? ¿Y cuántas más necesitamos romper para volver a nacer?
¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena quedarse donde ya no hay amor solo por miedo al escándalo?