“Me alegra que vayas a tener a mi hijo, pero me voy” – La historia de una mexicana entre el amor y la soledad

—Me alegra que vayas a tener a mi hijo, pero me voy—. Esas palabras de Daniel retumban en mi cabeza como un eco interminable. Estábamos en la cocina de mi pequeño departamento en Iztapalapa, rodeados del olor a café y tortillas recién hechas, cuando él soltó esa frase como si fuera cualquier cosa. Yo tenía apenas tres meses de embarazo y sentí que el mundo se me venía encima.

—¿Cómo que te vas? ¿Y el bebé? ¿Y yo?— le pregunté, con la voz quebrada, tratando de no llorar frente a él. Daniel bajó la mirada, se frotó las manos nervioso y murmuró:

—No puedo, Mariana. No puedo con esto. Conocí a alguien más. Lo siento.

En ese instante, sentí que me arrancaban el alma. No era solo perder al hombre que amaba, era enfrentarme sola a todo lo que venía: la maternidad, los chismes de la colonia, los juicios de mi mamá y mis hermanas, la mirada dura de mi papá. Daniel se fue esa misma noche, dejando su taza a medio tomar y un silencio tan pesado que casi podía tocarlo.

Los días siguientes fueron una pesadilla. Mi mamá, doña Lupita, me miraba con decepción cada vez que pasaba por la sala. Mis hermanas cuchicheaban en la cocina:

—¿Ya viste cómo se le nota la panza? Y sin marido…

Mi papá apenas me dirigía la palabra. En la colonia, las vecinas no tardaron en enterarse. La señora Rosa, que vende tamales en la esquina, me miraba con lástima cada vez que pasaba:

—Ay, mijita… tan bonita y tan sola.

Yo quería gritarles a todos que no era mi culpa, que yo no había planeado esto así. Pero no podía. Me encerraba en mi cuarto y lloraba hasta quedarme dormida. A veces soñaba con Daniel regresando, pidiéndome perdón, abrazándome fuerte. Pero al despertar solo encontraba mi almohada empapada y un vacío insoportable.

El embarazo avanzaba y con él los problemas. Perdí mi trabajo en la papelería porque la dueña decía que ya no podía cargar cajas ni atender igual. El dinero empezó a faltar y tuve que vender mi celular para comprar pañales y leche para cuando naciera el bebé. Mi mamá me ayudaba a regañadientes:

—Te lo dije, Mariana. Ese muchacho no era para ti. Ahora aguántate.

A veces pensaba en irme lejos, empezar de nuevo donde nadie me conociera. Pero ¿a dónde iba a ir? ¿Con qué dinero? Me sentía atrapada en una vida que no había elegido.

El día que nació mi hijo, Emiliano, fue el más doloroso y hermoso de mi vida. Estuve sola en el hospital público, rodeada de otras mujeres con historias parecidas a la mía. Cuando lo tuve en mis brazos por primera vez, sentí una fuerza nueva dentro de mí. Era pequeño, frágil, pero su llanto llenó todo el cuarto y por un momento olvidé el miedo y la tristeza.

Regresar a casa fue otro reto. Mi familia seguía distante; mi mamá apenas cargó al bebé unos segundos antes de devolvérmelo como si quemara. Las noches eran eternas: Emiliano lloraba sin parar y yo no sabía si lo hacía bien o mal. A veces pensaba en Daniel y me preguntaba si alguna vez pensaría en nosotros.

Un día, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a mis hermanas discutir:

—¿Y si Daniel regresa? ¿Tú lo perdonarías?

—¡Claro que no! Pero Mariana seguro sí… siempre fue tan ingenua.

Me dolió escucharlas, pero también me hizo pensar: ¿de verdad lo perdonaría si volviera? ¿O solo extrañaba la idea de no estar sola?

Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir con poco. Conseguí trabajo limpiando casas en la colonia vecina; Emiliano se quedaba con mi tía Chela mientras yo trabajaba. Poco a poco fui recuperando algo de dignidad y fuerza. Aprendí a ignorar los comentarios malintencionados y a defenderme cuando alguien intentaba humillarme.

Una tarde lluviosa, Daniel apareció en la puerta de mi casa. Estaba más delgado y tenía ojeras profundas.

—Mariana… necesito hablar contigo— dijo, sin atreverse a mirarme a los ojos.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. Lo dejé pasar solo porque Emiliano dormía y no quería hacer un escándalo frente a mi familia.

—¿Qué quieres?— le pregunté fría.

—Cometí un error… La otra mujer me dejó. He pensado mucho en ti… en nuestro hijo… Quiero estar presente.

Por un segundo quise abrazarlo y decirle que sí, que volviera todo a ser como antes. Pero algo dentro de mí se rompió para siempre aquel día en la cocina.

—No sé si puedas ser parte de nuestras vidas después de todo lo que pasó— le dije con voz firme—. Emiliano merece un padre, pero yo merezco respeto.

Daniel lloró frente a mí por primera vez desde que lo conocí. Me pidió perdón una y otra vez, pero yo ya no era la misma Mariana ingenua de antes.

Hoy, mientras veo a Emiliano jugar en el patio con sus primos, pienso en todo lo que he pasado. La soledad duele, pero también enseña. Aprendí a amarme a mí misma y a luchar por mi hijo sin esperar nada de nadie.

A veces me pregunto: ¿vale la pena creer en el amor después de una traición así? ¿O es mejor aprender a estar sola antes que volver a confiar?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?