Me Duele Tanto: Mis Padres Solo Me Usaron
—¿Otra vez vas a pedirle plata a tu hijo, mamá? —La voz de mi hermana menor, Lucía, retumbó en la cocina mientras yo, con la mochila aún colgada del hombro, trataba de no mirar a mi madre a los ojos.
Mi papá, sentado en la mesa con la cabeza gacha, ni siquiera levantó la vista. Mi mamá, en cambio, me miró con esa mezcla de súplica y reproche que aprendí a temer desde niño.
—Es solo para la luz, hijo. Si no pagamos hoy, nos la cortan —dijo, y sentí el nudo en la garganta apretarse.
Tenía 27 años y hacía tres que trabajaba en una oficina de seguros en el centro de Lima. Cada quincena, apenas recibía mi sueldo, mi madre encontraba la manera de recordarme alguna deuda: el gas, el agua, la comida, los remedios de papá. Siempre había algo urgente. Y yo, como un autómata, transfería el dinero sin chistar. Pero esa tarde, después de escuchar a Lucía —la única en casa que parecía ver lo que yo no quería aceptar—, algo dentro de mí se rompió.
Recuerdo cuando era niño y mi papá perdió el trabajo en la fábrica textil. Tenía apenas 10 años y ya escuchaba conversaciones a media voz sobre cómo íbamos a sobrevivir. Mi mamá lloraba en la cocina; mi papá salía temprano a buscar «cualquier cosa». Yo me prometí que cuando creciera, nunca les faltaría nada. Pero nadie me advirtió que ese pacto silencioso podía convertirse en una cadena.
—¿Por qué siempre soy yo? —pregunté esa noche mientras cenábamos arroz con huevo frito. Nadie respondió. Mi mamá bajó la mirada y papá siguió masticando en silencio.
Lucía me miró con compasión y rabia.
—Porque eres el único que nunca dice que no —susurró.
Esa frase me persiguió durante días. En la oficina, mientras revisaba pólizas y respondía correos, pensaba en todo lo que había dejado de hacer por ayudar a mis padres: no salía con amigos, no viajaba, ni siquiera podía ahorrar para mudarme solo. Cada vez que intentaba hablar con ellos sobre buscar ayuda o cambiar las cosas, mi mamá lloraba y mi papá se encerraba en su cuarto.
Un domingo por la tarde, después de otra discusión sobre el dinero del alquiler, exploté.
—¡No soy su banco! ¡No puedo más! —grité. Mi mamá se llevó las manos al pecho como si le hubiera dado un infarto. Papá me miró con una mezcla de vergüenza y enojo.
—¿Así nos pagas todo lo que hicimos por ti? —dijo él por fin, con voz temblorosa.
Sentí una puñalada en el corazón. ¿Era eso? ¿Todo lo que había hecho por ellos era solo una deuda interminable?
Salí de la casa sin rumbo fijo. Caminé por las calles polvorientas del barrio hasta llegar al parque donde jugaba de niño. Me senté en una banca y lloré como hacía años no lo hacía. Pensé en mis amigos del colegio: algunos ya tenían familia propia, otros vivían solos o incluso fuera del país. Yo seguía atado a una casa donde el amor se había confundido con obligación.
Esa noche dormí en casa de Lucía. Ella me preparó un café y me escuchó sin juzgarme.
—No es tu culpa, hermano. Ellos también tienen miedo. Pero tú tienes derecho a vivir tu vida —me dijo.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mis padres dejaron de hablarme; solo recibía mensajes fríos pidiéndome dinero para cosas «urgentes». Me sentí culpable y egoísta, pero también aliviado. Por primera vez en años, tenía algo de dinero ahorrado. Empecé a salir con amigos y hasta me animé a inscribirme en un curso de fotografía los sábados.
Pero la culpa nunca se iba del todo. Un día encontré a mi mamá esperándome afuera del trabajo. Lloraba desconsolada.
—No sé qué hacer sin ti —me dijo—. Tu papá está peor y yo no puedo sola.
La abracé y lloramos juntos en plena avenida Arequipa. Le prometí ayudarla, pero le pedí que buscáramos otra solución: vender cosas que ya no usábamos, pedir ayuda a otros familiares, incluso buscar trabajo medio tiempo para ella o papá.
No fue fácil. Hubo gritos, reproches y silencios dolorosos. Pero poco a poco las cosas empezaron a cambiar. Mi mamá consiguió vender postres entre las vecinas; mi papá aceptó hacer trabajos de jardinería los fines de semana. Yo seguí ayudando cuando podía, pero ya no era el salvavidas incondicional.
A veces siento nostalgia por la familia que fuimos antes de que el dinero lo ensuciara todo. Otras veces me siento culpable por haber puesto límites tan tarde. Pero también sé que si no lo hacía, iba a perderme a mí mismo para siempre.
Hoy escribo esto desde mi pequeño departamento alquilado. Mis padres siguen luchando con sus problemas, pero ya no cargo solo con su peso. Lucía y yo nos apoyamos mutuamente; aprendimos que el amor también significa decir «basta» cuando es necesario.
Me pregunto si algún día podré perdonarlos del todo o si ellos podrán entender cuánto dolió sentirme usado por quienes más amaba. ¿Cuántos hijos más estarán viviendo esta misma historia en silencio? ¿Hasta cuándo vamos a confundir amor con sacrificio sin límites?