Me enamoré después de los sesenta: ¿Por qué mi hija me juzga?

—¡Mamá, tú sí que estás loca! —gritó Lucía, mi hija, con los ojos desorbitados y la voz temblorosa de rabia. Yo estaba en la cocina, con la taza de té temblando entre mis manos arrugadas, y sentí que el mundo se me venía encima. No era la primera vez que discutíamos, pero nunca la había visto tan alterada.

—¿Enamorada? ¿Tú? ¿A los sesenta y tres años? ¿No te da vergüenza? —insistió, como si mis sentimientos fueran una traición.

Me quedé callada unos segundos. El vapor del té me nublaba los lentes y el corazón me latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Miré a Lucía, mi única hija, la niña por la que sacrifiqué todo desde que quedé viuda hace más de veinte años. ¿Cómo explicarle que después de tanto tiempo de soledad, de noches interminables mirando el techo y preguntándome si la vida tenía algo más para mí, por fin sentía mariposas en el estómago?

—Lucía, hija… no es una locura. Es algo bonito. Me siento viva otra vez —le dije con voz suave, casi rogando que entendiera.

Ella bufó y se cruzó de brazos. —¿Y qué va a decir la familia? ¿Los vecinos? ¿Tus amigas del club de costura? ¡Todos se van a burlar! —me espetó, como si mi felicidad fuera una vergüenza pública.

En ese momento recordé a mi madre, doña Carmen, que siempre decía que las mujeres nacimos para servir a los demás y que el amor era solo para los jóvenes. Pero yo no quería resignarme a morir en vida. Había conocido a Ernesto en la fila del banco, un hombre sencillo, viudo también, con una sonrisa tímida y manos grandes que temblaban al tomar las mías. Empezamos a caminar juntos por el parque, a compartir cafés y confidencias. Me sentía como una adolescente otra vez.

Pero Lucía no podía verlo. Para ella, yo era solo su madre: la señora mayor que cuida a los nietos, cocina tamales los domingos y nunca sale de noche. No podía imaginarme enamorada, menos aún besando a un hombre en la plaza del pueblo.

—No quiero que lo traigas a la casa —me advirtió Lucía—. Mis hijos no tienen por qué ver esas cosas.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Esas cosas? ¿Mi derecho a ser feliz era algo indecente?

—Lucía, yo te crié sola. Trabajé limpiando casas para darte estudios, para que fueras libre. ¿Y ahora tú quieres encerrarme en una jaula? —le pregunté con lágrimas en los ojos.

Ella bajó la mirada y murmuró: —No lo entiendes… Me da miedo que te hagan daño, que te rompan el corazón otra vez.

Me acerqué y le tomé las manos. —El miedo no puede ser más fuerte que las ganas de vivir. Yo también merezco amor.

Esa noche no dormí. Pensé en todas las mujeres de mi barrio: doña Rosa, que enviudó joven y nunca volvió a salir; la tía Marta, que se resignó a cuidar nietos hasta el último suspiro; mi amiga Teresa, que siempre decía que el amor era solo un recuerdo lejano. ¿Por qué nos enseñaron a renunciar tan pronto?

Al día siguiente, Ernesto me llamó al celular prestado de mi vecina. Su voz era dulce, paciente.

—¿Todo bien, María? Te noto triste —me dijo.

Le conté lo sucedido entre sollozos. Ernesto guardó silencio unos segundos y luego respondió:

—Yo también tengo miedo, María. Pero contigo siento esperanza. No quiero esconderme ni vivir avergonzado por lo que siento.

Sus palabras me dieron fuerza. Decidí enfrentarme al mundo si era necesario.

Pasaron los días y Lucía seguía distante. Mis nietos me miraban raro cuando salía arreglada o llegaba tarde del parque. Las vecinas murmuraban detrás de las cortinas: «¿Viste a María? A esa edad y con novio…» Pero yo ya no podía volver atrás.

Un domingo cualquiera, mientras preparaba empanadas para la familia, Lucía entró a la cocina en silencio. Se quedó mirándome largo rato y luego dijo:

—Mamá… Si de verdad eres feliz con ese señor… supongo que tendré que acostumbrarme.

Sentí un alivio inmenso mezclado con tristeza. Sabía que el camino sería largo y lleno de prejuicios, pero al menos había dado el primer paso.

Esa tarde invité a Ernesto a tomar café con nosotros. Al principio reinó un silencio incómodo; mis nietos apenas lo saludaron y Lucía evitaba mirarlo a los ojos. Pero Ernesto fue paciente: les contó historias de su infancia en el campo, les enseñó a hacer barquitos de papel y hasta ayudó a Lucía a arreglar una lámpara rota.

Poco a poco, las risas volvieron a llenar la casa. Mis nietos empezaron a llamarlo «tío Ernesto» y Lucía dejó de fruncir el ceño cada vez que lo veía.

Sin embargo, no todo fue fácil. Una tarde encontré una carta anónima debajo de mi puerta: «Vieja ridícula, ya no está para esos trotes». Me dolió más de lo que quise admitir. Pensé en rendirme, en volver a ser la abuela callada y resignada… pero Ernesto me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No les hagas caso. La vida es demasiado corta para vivirla con miedo.

Hoy, mientras escribo estas líneas sentada en mi sillón favorito, veo a Ernesto regando las plantas del jardín y siento una paz inmensa. No sé cuánto tiempo nos quede juntos, pero cada día es un regalo.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que el amor no tiene edad? ¿Cuántas mujeres como yo se resignan por miedo al qué dirán? Ojalá mi historia sirva para abrir corazones y mentes… porque nunca es tarde para volver a empezar.