Me llamaban tía, pero solo miraban mi dirección: La historia de una traición familiar
—Tía Lucía, ¿me puedes abrir? —la voz de Camila retumbó en el pasillo, impaciente, mientras yo apenas terminaba de acomodar los libros que había traído de la biblioteca.
No era raro que Camila viniera a visitarme, pero esa tarde su tono tenía algo distinto, una urgencia que no supe descifrar en ese momento. Abrí la puerta y la vi ahí, con su mochila colgando de un hombro y el celular pegado a la mano. Tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado, pero su mirada era firme, casi desafiante.
—¿Qué pasó, mi niña? —pregunté, intentando sonar maternal, aunque la distancia entre nosotras siempre había sido palpable.
Entró sin responder y se dejó caer en el sillón del living. El sol de la tarde entraba por las ventanas altas del departamento, iluminando el polvo que flotaba en el aire. Mi casa era mi refugio: techos altos, parquet que crujía bajo los pies, puertas antiguas con vidrios esmerilados. Todo tenía historia, cada rincón guardaba recuerdos de mi vida tranquila y solitaria.
—Tía, necesito quedarme aquí unos días —dijo al fin—. Mamá y yo discutimos otra vez. No quiero volver a esa casa.
No era la primera vez que Camila tenía problemas con mi hermana Verónica. Su relación siempre fue tensa: Verónica trabajaba todo el día y Camila sentía que nunca le prestaba atención. Yo era la tía soltera, la que siempre estaba disponible para escuchar y ofrecer una taza de té.
—Por supuesto, quédate el tiempo que necesites —le respondí, aunque algo en mi interior se removió inquieto.
Durante los días siguientes, Camila se adueñó del departamento como si fuera suyo. Invitaba amigas sin avisar, usaba mi computadora y hasta reorganizó los libros del estante. Yo observaba en silencio, sintiendo cómo mi espacio se volvía ajeno.
Una noche, mientras preparaba té en la cocina, escuché su voz desde el comedor:
—¿Y nunca pensaste en vender este departamento, tía? Debe valer una fortuna…
Me quedé quieta, con la tetera en la mano. No era la primera vez que alguien mencionaba el valor del lugar. En pleno centro de Buenos Aires —mi ciudad natal— los departamentos antiguos eran codiciados. Pero para mí no era solo ladrillo y cemento; era mi vida entera.
—No lo sé… nunca lo pensé —respondí, intentando sonar despreocupada.
Camila insistió:
—Podrías mudarte a un lugar más chico y cómodo. Este departamento es muy grande para vos sola…
La conversación quedó flotando en el aire como una amenaza sutil. Esa noche no pude dormir. Recordé las veces que mis sobrinos me llamaban “tía Lucía” con cariño solo cuando necesitaban algo: un préstamo, ayuda con los estudios o simplemente un lugar donde quedarse después de una pelea familiar. ¿Me querían realmente o solo les interesaba lo que podía darles?
Pasaron las semanas y Camila seguía en casa. Un día encontré unos papeles en mi escritorio: eran fotocopias de mi escritura de propiedad y un formulario de sucesión. Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Cómo había conseguido esos documentos? ¿Qué planeaba hacer?
Esa tarde enfrenté a Camila:
—¿Por qué tenés estos papeles? —le pregunté, mostrándole las fotocopias.
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Es que… mamá dice que deberías pensar en el futuro. Que si te pasa algo, este departamento debería quedar para la familia…
Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Era eso lo que pensaban de mí? ¿Un trámite más? ¿Un obstáculo entre ellas y una herencia?
—¿Y vos qué pensás? —insistí, con la voz temblorosa.
Camila me miró a los ojos por primera vez en días:
—No quiero pelearme con vos, tía. Pero mamá dice que no es justo que vivas sola acá mientras nosotras estamos apretadas en ese departamento chico…
Las palabras me golpearon como una bofetada. Recordé mi infancia con Verónica: compartíamos todo, hasta los secretos más íntimos. Pero la vida nos había separado; ella eligió una familia y yo elegí mis libros y mi soledad.
Esa noche llamé a Verónica. Su voz sonaba cansada al otro lado del teléfono.
—¿Por qué le llenás la cabeza a Camila con esas ideas? —le reclamé.
—Lucía, no seas egoísta —respondió ella—. Tenés un departamento enorme y nosotras apenas cabemos en el nuestro. Pensá en tu sobrina…
Colgué sin responder. Me senté en el sillón y lloré como hacía años no lo hacía. Sentí que todo lo que había construido —mi independencia, mi paz— se desmoronaba ante la codicia disfrazada de preocupación familiar.
Al día siguiente fui al banco y pedí asesoramiento legal. Decidí dejar mi departamento a una fundación de bibliotecas públicas cuando ya no estuviera. No quería que mi legado fuera motivo de peleas ni ambiciones mezquinas.
Cuando se lo conté a Camila, ella explotó:
—¡Sos una vieja amargada! ¡Nadie te va a recordar!
Me dolió escuchar eso de su boca, pero también sentí alivio. Por fin veía las cosas como eran: no era yo quien estaba sola; eran ellas quienes nunca supieron valorar lo que realmente importaba.
Hoy sigo viviendo en mi departamento antiguo, rodeada de libros y recuerdos. A veces me pregunto si hice bien o si debería haber cedido ante la presión familiar. Pero cuando cierro los ojos y escucho el silencio de mi casa, sé que elegí mi dignidad por encima del interés ajeno.
¿Hasta dónde llega el amor familiar cuando el dinero está de por medio? ¿Cuántos han sentido esa traición disfrazada de preocupación? Los leo…