Me negué a cuidar a mi nieta: ahora mi familia está rota

—¿Cómo que no puedes cuidar a Valentina? —La voz de mi nuera, Camila, retumbó en la cocina, tan filosa como el cuchillo con el que picaba cebolla. Mi hijo menor, Diego, la miraba en silencio, con esa mezcla de vergüenza y súplica que sólo los hijos saben poner cuando esperan que una madre ceda.

Respiré hondo. El aroma del café recién hecho no lograba calmar el nudo en mi estómago. —Camila, yo ya te lo expliqué. Empecé mi negocio de pasteles y tengo pedidos para toda la semana. No puedo dejarlo ahora.

—¿Y qué? ¿Tu nieta no es más importante que unos pasteles? —replicó ella, cruzándose de brazos. Su acento costeño se volvía más marcado cuando se enojaba.

Diego bajó la mirada. —Ma, sólo es por unas horas. Sabes que no tenemos a nadie más…

Sentí el peso de sus palabras como una losa sobre mis hombros. Pero también sentí el cansancio de años enteros dedicados a los demás: primero mis padres, luego mis hijos, después mi esposo cuando enfermó. Ahora, a mis 58 años, por fin sentía que podía respirar un poco, hacer algo para mí. ¿Era tan grave querer eso?

—No puedo, Diego. Lo siento —dije, intentando mantener la voz firme.

El silencio fue tan espeso que casi podía cortarse. Camila tomó a Valentina en brazos y salió dando un portazo. Diego me miró con ojos tristes antes de seguirla.

Esa noche no pude dormir. La culpa me carcomía el pecho. Recordé cuando era niña en Medellín y mi abuela me cuidaba mientras mi mamá trabajaba en la fábrica. Recordé sus manos arrugadas amasando arepas y su paciencia infinita para escuchar mis historias. ¿Estaba traicionando esa memoria?

Pero también recordé los días en que lloraba de agotamiento, sola en la cocina, mientras todos dormían y yo preparaba loncheras para el día siguiente. Nadie me preguntó nunca si quería o podía hacerlo; simplemente lo hacía porque era lo que se esperaba de mí.

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Camila dejó de hablarme; Diego apenas me escribía mensajes cortos para avisar si vendrían o no a almorzar los domingos. Mi otra hija, Mariana, empezó a llamarme menos. Hasta mi hermana Lucía me reclamó: —¿Cómo puedes negarte a cuidar a tu propia nieta? ¿Qué clase de abuela eres?

Me sentí sola y juzgada. En el barrio empezaron los murmullos: que si me había vuelto egoísta, que si ahora sólo pensaba en el dinero. Una vecina incluso me dijo: —Antes eras tan buena madre…

Pero nadie veía mis manos hinchadas de tanto batir masa ni las noches en vela cumpliendo pedidos para poder pagar las cuentas sin depender de nadie.

Un día, mientras decoraba una torta de tres pisos para una quinceañera, recibí un mensaje de Camila: “No te preocupes más por Valentina. Ya encontré quién la cuide. Espero que tus pasteles te den la compañía que tu familia ya no quiere darte”.

Leí esas palabras una y otra vez, sintiendo cómo se me partía el corazón. ¿De verdad era tan mala persona por querer un poco de vida propia?

Esa tarde, Mariana vino a visitarme. Se sentó frente a mí y me tomó la mano.

—Mamá, sé que te duele todo esto… pero Camila está muy herida. Siente que la rechazas a ella y a Valentina.

—No es eso —le respondí con lágrimas en los ojos—. Sólo quiero un poco de tiempo para mí… ¿Eso está mal?

Mariana suspiró.—No sé si está mal o bien, pero aquí nadie sabe cómo sanar esto.

Esa noche me senté en la sala con una taza de té y miré las fotos familiares en la pared: Diego con su diploma universitario; Mariana bailando en su fiesta de promoción; mi esposo sonriendo antes de enfermarse. Pensé en todo lo que había dado y en lo poco que sentía haber recibido últimamente.

Al día siguiente, fui al parque donde solía llevar a mis hijos cuando eran pequeños. Me senté en una banca y vi a otras abuelas jugando con sus nietos. Sentí una punzada de nostalgia y también un poco de rabia: ¿Por qué nadie preguntaba si esas mujeres querían estar ahí o sólo cumplían con lo que se esperaba?

De pronto escuché una voz conocida:

—¿Mamá?

Era Diego, con Valentina dormida en sus brazos.

—¿Podemos hablar? —me preguntó con voz temblorosa.

Asentí y él se sentó a mi lado.

—Sé que estás cansada… y sé que has hecho mucho por todos nosotros —dijo sin mirarme—. Pero también me siento perdido. Camila y yo estamos peleando todo el tiempo por esto…

Lo abracé fuerte, sintiendo cómo nuestras heridas se tocaban sin sanar del todo.

—Hijo, yo los amo… pero también necesito amarme a mí misma un poco —le susurré.

Él asintió, con lágrimas en los ojos.

No sé si algún día podremos volver a ser la familia unida que éramos antes. Pero sí sé que ya no quiero vivir sólo para cumplir expectativas ajenas.

¿Hasta cuándo las mujeres debemos cargar con todo sin derecho a decir basta? ¿Es posible sanar una familia cuando cada quien defiende su propia verdad? Los leo…