Mentiras en la Sangre: La Historia de Jerónimo y Eva

—¿Por qué tienes miedo de mirarme a los ojos, Eva? —le pregunté, mi voz temblando entre la rabia y el dolor, mientras sostenía su celular con el mensaje abierto.

Ella no respondió. Bajó la mirada, sus dedos jugando nerviosos con el borde de la mesa de la cocina. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en las afueras de Medellín, como si quisiera borrar el silencio que se había instalado entre nosotros.

Mi nombre es Jerónimo. Nací en un barrio popular de Medellín, donde los sueños se mezclan con el olor a café recién hecho y las noticias de violencia en la radio. Desde niño aprendí que la vida no regala nada, que hay que pelear cada día por un poco de dignidad. Mi papá era obrero y mi mamá vendía empanadas en la esquina; juntos nos enseñaron a mis hermanos y a mí que la honestidad era lo único que nadie podía quitarnos.

Conocí a Eva en la universidad. Ella venía de un pueblito perdido en las montañas de Antioquia, con una sonrisa tímida y los ojos llenos de esperanza. Nos enamoramos rápido, como si el destino nos hubiera juntado para salvarnos del mundo. Nos casamos jóvenes, sin dinero pero con muchas ganas de construir algo juntos. Soñábamos con una casa propia, hijos corriendo por el patio y domingos de arepas en familia.

Pero los años pasaron y la vida se encargó de poner pruebas. Yo conseguí trabajo como contador en una empresa mediana; Eva empezó a dar clases en una escuela pública. No teníamos lujos, pero nunca nos faltó lo esencial. O eso creía yo.

Todo cambió una tarde cualquiera. Llegué temprano del trabajo porque la empresa cerró por una amenaza de paro armado. Encontré a Eva en la sala, hablando por teléfono en voz baja. Cuando me vio, colgó rápido y sonrió nerviosa. No le di importancia hasta que, días después, su celular vibró mientras ella se bañaba. No suelo revisar sus cosas, pero algo me empujó a hacerlo. El mensaje decía: «Te extraño. No aguanto más verte solo como amiga».

Sentí un frío recorriéndome el cuerpo. Esperé a que saliera del baño y le mostré el mensaje. Ahí empezó nuestro infierno.

—¿Quién es? —insistí, mi voz quebrada.

—No es nadie importante… sólo un amigo del colegio —murmuró, evitando mi mirada.

—¿Un amigo? ¿Así le hablas a tus amigos?

Eva rompió a llorar. Me confesó que llevaba meses hablando con Andrés, un exnovio de su pueblo. Que todo empezó como una amistad inocente, pero que poco a poco los mensajes se volvieron más íntimos. Que se sentía sola, que yo ya no era el mismo de antes, que la rutina nos había matado el amor.

No supe qué decirle. Sentí rabia, tristeza y vergüenza al mismo tiempo. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros para convertirnos en dos extraños bajo el mismo techo?

Los días siguientes fueron un infierno. Dormíamos en camas separadas; apenas nos hablábamos para lo necesario. Mi mamá vino a visitarnos y notó el ambiente tenso.

—Mijo, ¿qué pasa? —me preguntó mientras pelaba papas en la cocina.

—Nada, mamá… cosas de pareja —mentí, tragándome las lágrimas.

Pero ella sabía. Las madres siempre saben.

Una noche, después de discutir otra vez por lo mismo, Eva me dijo algo que nunca olvidaré:

—Jerónimo, no quiero seguir viviendo así. No quiero mentirte más ni mentirme a mí misma. Necesito tiempo para pensar…

Se fue a casa de su hermana esa misma noche. Me quedé solo, rodeado por el eco de sus palabras y el olor a su perfume en las sábanas.

Los rumores no tardaron en llegar al barrio. En Medellín todo se sabe; las paredes oyen y las vecinas hablan más rápido que los noticieros.

—¿Supiste lo de Jerónimo y Eva? —escuché decir a doña Rosa desde su ventana.

—Dicen que ella anda con otro… pobre Jerónimo —respondió otra voz.

Sentí vergüenza y rabia. ¿Por qué tenía que cargar yo con la culpa? ¿Por qué nadie preguntaba cómo me sentía yo?

Intenté refugiarme en el trabajo, pero ni los números lograban distraerme del vacío en mi pecho. Mis amigos me invitaban a tomar cerveza y ver fútbol para animarme, pero yo sólo quería entender qué había fallado.

Un día recibí una llamada inesperada. Era Andrés.

—Jerónimo, sé que esto es raro… pero quiero hablar contigo —dijo con voz seria.

Acepté encontrarme con él en una cafetería del centro. Cuando lo vi llegar, sentí ganas de golpearlo, pero me contuve.

—No vine a pelear —me dijo—. Vine a decirte que nunca quise hacerle daño a nadie. Eva me buscó porque se sentía sola… yo también estaba solo allá en el pueblo. Pero ella te ama, Jerónimo. Sólo está confundida.

No supe si creerle o no. Lo único cierto era que mi vida se había convertido en una novela barata de traiciones y secretos.

Pasaron semanas antes de volver a ver a Eva. Nos citamos en un parque para hablar sin gritos ni reproches.

—¿Todavía me amas? —le pregunté con voz baja.

Ella dudó antes de responder:

—No lo sé… necesito encontrarme primero antes de responderte eso.

Decidimos darnos un tiempo definitivo. Eva se fue a vivir con su hermana; yo me quedé solo en la casa vacía, rodeado por los recuerdos de lo que fuimos alguna vez.

Mi familia me apoyó como pudo; mis hermanos venían a visitarme los domingos para hacerme reír y recordarme que la vida sigue. Pero las noches eran largas y frías; el silencio pesaba más que cualquier palabra.

Con el tiempo entendí que no todo es blanco o negro; que las personas cambian y los sentimientos también. Aprendí a perdonar —no sólo a Eva, sino también a mí mismo por no haber visto las señales antes.

Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de que todos podemos ser víctimas o victimarios en algún momento. Que nadie está exento de caer en la tentación o de sentirse solo aun estando acompañado.

A veces me pregunto: ¿cuántas parejas viven atrapadas en mentiras por miedo a enfrentar la verdad? ¿Cuántos Jerónimos y Evas hay allá afuera fingiendo sonrisas mientras su mundo se desmorona por dentro?

¿Vale la pena vivir una mentira sólo por miedo al qué dirán? ¿O es mejor enfrentar el dolor y buscar nuestra propia verdad?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?