Mi hija casi da a luz en la cocina mientras preparaba la cena: Un relato de prioridades ciegas y heridas familiares

—¡Mariana, ¿qué estás haciendo?!— grité apenas crucé la puerta, el olor a arroz quemado mezclándose con el sudor frío que le perlaba la frente. Mi hija, con ocho meses de embarazo, se doblaba sobre la estufa, una mano en el vientre y la otra aferrada a la cuchara de madera. Su esposo, Daniel, ni se inmutó; seguía viendo el partido en la sala, cerveza en mano, como si nada pasara.

—Mamá… sólo falta freír el pollo— murmuró Mariana, la voz ahogada por el dolor. Sentí que el corazón se me partía. ¿Cómo era posible que mi hija estuviera así? ¿En qué momento aceptamos que esto era normal?

Me lancé hacia ella, ignorando los gritos del televisor y la indiferencia de Daniel. —¡Suelta eso!— le ordené, quitándole la cuchara. —¿No ves que estás teniendo contracciones?—

Mariana intentó protestar, pero las lágrimas le nublaron los ojos. —Es que Daniel tiene hambre… y no le gusta pedir comida…

Me volví hacia él, furiosa. —¿No ves cómo está tu esposa? ¿No puedes levantarte ni para ayudarla?—

Daniel ni siquiera me miró. —Siempre exageran. Si fuera tan grave, ya habría nacido el bebé.

En ese momento sentí una mezcla de rabia y tristeza tan profunda que me costó respirar. Recordé mi propia juventud en Veracruz, cuando mi madre me decía que una buena esposa debía anteponer siempre las necesidades del marido. Recordé las veces que cociné con fiebre o con el corazón roto, porque «así son las cosas».

Pero ver a Mariana así… no podía permitirlo.

La llevé al sofá y le puse una toalla fría en la frente. —Respira hondo, hija. Ya no tienes que demostrarle nada a nadie— le susurré.

Ella sollozaba bajito. —Mamá, yo sólo quiero que él esté contento… No quiero que piense que soy floja o mala esposa.

Me arrodillé a su lado y le tomé la mano. —¿Y tú? ¿Cuándo vas a estar contenta tú?—

El silencio se hizo pesado entre nosotras. Daniel subió el volumen del televisor y masculló algo sobre “dramas de mujeres”. Sentí ganas de gritarle todas las cosas que nunca dije a mi propio marido, pero sólo apreté más fuerte la mano de Mariana.

Las contracciones se hicieron más frecuentes. Llamé a una vecina para que nos llevara al hospital porque Daniel se negó a mover el coche: “No voy a perderme los penales por un susto”.

En el hospital, mientras los doctores atendían a Mariana, me senté sola en la sala de espera y pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela, que perdió un hijo porque no quiso molestar a su esposo para pedirle ayuda; mi madre, que nunca se sentó a comer hasta que todos hubieran terminado; yo misma, que aprendí a callar mis dolores para no incomodar a nadie.

Cuando nació mi nieta, Daniela Sofía, lloré de alivio y de rabia contenida. Mariana estaba exhausta pero feliz. Daniel llegó dos horas después con una bolsa de tacos y preguntó si ya podía ver a la niña.

Esa noche, mientras veía dormir a Mariana con su hija en brazos, sentí una punzada de culpa. ¿Había sido yo parte del problema? ¿Había criado a mi hija para aguantar lo inaguantable?

Al día siguiente, mientras le daba de comer a Daniela Sofía, Mariana me miró con ojos cansados pero decididos.

—Mamá… creo que necesito ayuda. No quiero seguir viviendo así—

La abracé fuerte. —No estás sola, hija. Vamos a buscar ayuda juntas. Ya no tienes por qué cargar con todo tú sola.—

Desde entonces, Mariana empezó terapia y poco a poco fue poniendo límites. Daniel protestó al principio, pero cuando vio que podía perderlas, empezó a cambiar algunas actitudes. No fue fácil ni rápido; hubo peleas, lágrimas y muchas noches sin dormir.

Pero también hubo pequeños triunfos: la primera vez que Daniel preparó el desayuno; la tarde en que Mariana salió sola al parque sin pedir permiso; el día en que mi nieta cumplió un año y Mariana levantó la copa para brindar por sí misma.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres más están cocinando con dolor porque creen que es su deber? ¿Cuántas madres hemos enseñado sin querer que el sacrificio es amor? ¿Y cuántas veces más vamos a quedarnos calladas antes de romper este ciclo?

A veces me despierto en la madrugada y pienso en esa noche en la cocina. Me pregunto si alguna vez podré perdonarme por no haberlo visto antes. Pero también sé que nunca es tarde para cambiar.

¿Y ustedes? ¿Han visto algo así en sus familias? ¿Hasta cuándo vamos a seguir poniendo las necesidades de otros antes que las nuestras?