Mi hija casi da a luz en la cocina mientras preparaba la cena: Una historia de prioridades perdidas y heridas familiares
—¡Camila, por Dios! ¿Qué estás haciendo ahí parada? —grité al entrar a la cocina y verla encorvada, una mano en el vientre y la otra removiendo el arroz. El olor a cebolla frita llenaba el aire, pero lo que más me golpeó fue el sudor frío en su frente y la palidez de su rostro.
—Mamá, no pasa nada, sólo son contracciones leves —me respondió, forzando una sonrisa. Pero yo reconocí ese dolor: era el mismo que sentí cuando di a luz a ella, hace veintisiete años, en una pequeña clínica de Medellín.
En la sala, Julián gritaba «¡Gol!» y ni siquiera volteó cuando le pedí ayuda. Sentí una rabia sorda subiéndome por el pecho. ¿Cómo era posible que mi hija estuviera a punto de parir y él siguiera pegado al televisor? Me acerqué a Camila y le quité la cuchara de la mano.
—¡Suelta eso! Ahora mismo nos vamos al hospital —le ordené, pero ella negó con la cabeza.
—No puedo dejar la cena a medias, mamá. Julián tiene hambre y después viene mi suegra… Si no está todo listo, se va a molestar —susurró, casi avergonzada.
En ese momento sentí que el mundo se me venía encima. Vi a mi hija, mi niña, convertida en una sombra de sí misma, atrapada en un papel que yo también había interpretado durante años: el de la mujer que se sacrifica hasta el último aliento por los demás.
La ayudé a sentarse y le mojé la frente con un paño. Mientras tanto, Julián seguía gritando por el partido. Me acerqué a él y le dije:
—Tu esposa está en trabajo de parto. ¿No piensas hacer nada?
Él apenas me miró y murmuró:
—Que me avise cuando sea hora de irnos. El partido está buenísimo.
Sentí ganas de gritarle, de sacudirlo, pero me contuve. No era la primera vez que veía esa indiferencia. Mi difunto esposo era igual: primero el trabajo, luego sus amigos, y al final —si quedaba tiempo— nosotras.
Volví a la cocina y abracé a Camila. Ella temblaba.
—Mamá, ¿crees que estoy haciendo las cosas mal? —me preguntó con voz quebrada.
—No, mi amor. Pero tienes que pensar en ti. Nadie más lo va a hacer si tú no lo haces —le respondí, sintiendo cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.
La llevé al hospital casi a rastras. Julián llegó veinte minutos después, cuando ya estaban preparando a Camila para el parto. Se quedó en la sala de espera, mirando el celular. Yo entré con ella, apretándole la mano mientras lloraba y reía al mismo tiempo por el dolor y la emoción.
Esa noche nació Luciana, mi nieta. Pero lo que debería haber sido un momento de alegría estuvo teñido por una tristeza profunda: vi a mi hija agotada, pidiendo disculpas porque no había dejado la casa perfecta ni la cena lista para su marido y su suegra.
Al día siguiente, mientras Camila dormía, me senté junto a su cama y recordé mi propia historia. Yo también fui criada para servir primero a los demás: «Las mujeres aguantan», decía mi madre en nuestro pequeño pueblo en Antioquia. «Primero los hijos, luego el marido; tú eres la última». Y así viví: postergando mis sueños de estudiar enfermería, callando mis dolores para no preocupar a nadie, cocinando con fiebre porque «la familia tiene que comer».
Ahora veía cómo esa cadena seguía con Camila. ¿Dónde nos habíamos perdido? ¿En qué momento dejamos de ser personas para convertirnos en fantasmas útiles?
Cuando Camila despertó, le hablé con el corazón en la mano:
—Hija, tienes derecho a descansar. Tienes derecho a pedir ayuda. No eres menos madre ni menos esposa por pensar en ti.
Ella me miró con lágrimas en los ojos.
—¿Y si Julián se molesta? ¿Y si su mamá dice que soy floja?
—Que digan lo que quieran —le respondí—. Si tú no te cuidas, nadie lo hará por ti. Mira a tu hija: te necesita fuerte y feliz, no agotada y triste.
Esa conversación fue el inicio de algo nuevo entre nosotras. Camila empezó poco a poco a poner límites: dejó de cocinar cuando estaba enferma, pidió ayuda para cuidar a Luciana y hasta se atrevió a decirle a Julián que también era su responsabilidad cambiar pañales y limpiar la casa.
No fue fácil. Hubo peleas, silencios incómodos y muchas lágrimas. La suegra murmuraba cosas al pasar: «En mis tiempos las mujeres no eran así». Julián se molestaba cada vez que Camila le pedía algo. Pero yo estuve ahí para apoyarla, recordándole cada día que su valor no dependía de cuán perfecta fuera su casa o cuán feliz estuviera su marido.
Un día, mientras jugaba con Luciana en el parque del barrio, Camila me dijo:
—Mamá, gracias por abrirme los ojos. A veces siento culpa por no poder con todo… pero también siento alivio por permitirme ser humana.
La abracé fuerte y pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela Francisca, mi madre Rosaura, yo misma… Todas cargando con culpas ajenas y olvidando nuestros propios sueños.
Ahora quiero romper esa cadena para Luciana. Quiero enseñarle que puede ser madre sin dejar de ser mujer; que puede amar sin perderse; que tiene derecho a decir «no» sin miedo.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más están cocinando con contracciones o con fiebre? ¿Cuántas siguen creyendo que valen sólo si se sacrifican? ¿No es hora ya de cambiar esta historia?