Mi hija gastó todo nuestro ahorro en juegos: ¿soy yo el culpable?

—¡Valentina! ¿Qué hiciste? —grité, con la voz quebrada, mientras revisaba una y otra vez el estado de cuenta en mi celular. El sudor me corría por la frente y sentía que el corazón se me salía del pecho. Eran las diez de la noche en nuestro pequeño departamento de Ciudad de México, y el silencio solo era interrumpido por los sollozos de mi hija.

—Papá, yo… yo solo quería comprarle más vidas a mi unicornio… —balbuceó Valentina, con los ojos llenos de lágrimas y las manos temblorosas aferradas a su tableta.

No podía creerlo. Tres mil pesos. Tres mil pesos que habíamos ahorrado durante meses para pagar la renta y comprarle los útiles escolares a Valentina. Todo se había ido en un par de clics, en un mundo virtual donde los unicornios vuelan y las monedas doradas no valen nada fuera de la pantalla.

Me senté en la cama, derrotado. Mi esposa, Mariana, salió corriendo de la cocina al escuchar los gritos.

—¿Qué pasó? ¿Por qué lloras, mi amor? —preguntó, abrazando a Valentina.

—Gastó todo el dinero en juegos —dije, sin poder mirarlas a los ojos.

Mariana me miró con rabia y tristeza al mismo tiempo. —¿Cómo pudo pasar esto, Andrés? ¿No revisaste la tableta? ¿No pusiste contraseña?

Sentí que me encogía. Siempre pensé que era un buen padre. Trabajaba duro como chofer de Uber, llegaba cansado pero siempre trataba de pasar tiempo con Valentina. Le enseñé a sumar con las monedas del mercado, le leía cuentos antes de dormir… Pero nunca pensé que algo tan simple como dejar mi tarjeta guardada en la tableta pudiera destruir nuestra tranquilidad.

Valentina seguía llorando. Mariana intentó consolarla, pero yo solo podía pensar en el banco, en la renta, en la comida que faltaría ese mes. Me levanté y salí al balcón para respirar. La ciudad seguía viva allá abajo: vendedores ambulantes, risas lejanas, el olor a tacos al pastor flotando en el aire. Pero yo sentía que mi mundo se había detenido.

Recordé cuando era niño en Veracruz y mi papá me regañó por perder veinte pesos jugando canicas. Veinte pesos eran mucho para nosotros entonces. Ahora eran tres mil. ¿Era yo peor padre que él? ¿O simplemente era otro tipo de error?

Esa noche casi no dormimos. Mariana y yo discutimos en voz baja mientras Valentina dormía abrazada a su peluche favorito.

—No es su culpa —dijo Mariana—. Es una niña. No entiende el valor del dinero.

—Pero tampoco es justo para nosotros —respondí—. ¿Cómo vamos a pagar la renta este mes?

—Ya veremos cómo le hacemos. Pero no podemos gritarle así. Tiene miedo.

Me sentí aún peor. Al día siguiente fui al banco con la esperanza de que pudieran devolverme el dinero. El cajero me miró con lástima.

—Señor, son compras autorizadas desde su cuenta. No podemos hacer nada.

Salí del banco sintiéndome más solo que nunca. Caminé por el centro, viendo a otros padres con sus hijos, preguntándome si ellos también cometían errores así de grandes.

Esa tarde hablé con Valentina. Me senté junto a ella en la cama y le tomé la mano.

—¿Sabes por qué estoy triste?

Ella asintió, sin mirarme.

—No es solo por el dinero —le dije—. Es porque siento que te fallé como papá. No te expliqué bien cómo funcionan estas cosas.

Valentina me abrazó fuerte y lloró otra vez.

—Perdón, papá. Yo solo quería jugar contigo… pero tú siempre estás cansado.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Cuántas veces le había dicho “luego”, “estoy ocupado”, “déjame descansar”? ¿Cuántas veces preferí dejarla con la tableta para poder dormir un rato más?

Esa noche cenamos juntos sin pantallas. Hablamos de unicornios y de cómo el dinero no crece en los árboles ni aparece por arte de magia en los juegos. Le prometí que jugaríamos juntos más seguido, aunque fuera solo a las escondidas o a leer cuentos viejos.

Pero el problema seguía ahí: tres mil pesos menos y una familia al borde del colapso económico.

Los días siguientes fueron difíciles. Mariana tuvo que pedirle dinero prestado a su hermana Lucía para completar la renta. Yo trabajé turnos dobles y vendí mi vieja guitarra para comprar comida.

La familia empezó a murmurar: “¿Cómo es posible que Andrés deje que su hija haga eso?”, “En mis tiempos los niños no tocaban ni el teléfono”.

Mi mamá me llamó desde Veracruz:

—Hijo, no te preocupes tanto por el dinero. Lo importante es que aprendan juntos de esto.

Pero yo sentía que todos me juzgaban: mis suegros, mis amigos del trabajo, incluso Mariana algunas noches cuando creía que yo dormía.

Un domingo fuimos al parque para despejarnos. Valentina jugaba en los columpios mientras Mariana y yo nos sentamos en una banca.

—¿Tú crees que soy mal padre? —le pregunté, sin poder evitarlo.

Mariana suspiró y me tomó la mano.

—No eres mal padre, Andrés. Solo cometiste un error… como todos nosotros alguna vez. Pero tienes que aprender a hablar con ella sobre estas cosas. El mundo ya no es como antes.

Vi a Valentina reírse con otros niños y sentí una mezcla de alivio y miedo. ¿Cómo protegerla de un mundo donde todo está a un clic de distancia? ¿Cómo enseñarle el valor real del dinero cuando hasta los adultos caemos en trampas digitales?

Esa noche escribí una carta para mí mismo:

“Querido Andrés,
No eres perfecto. Nadie lo es. Pero puedes aprender de esto y ser mejor padre mañana.”

Hoy han pasado dos meses desde aquella noche fatídica. Aún estamos pagando las deudas poco a poco, pero algo cambió entre nosotros: ahora hablamos más, jugamos más juntos y aprendimos a poner límites claros con la tecnología.

A veces me pregunto si todo esto era necesario para abrirme los ojos como padre…

¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como padres en este mundo digital? ¿Cuántos errores debemos cometer antes de aprender?