Mi hija quiere casarse con un hombre sin ambición: el miedo que nos consume
—¡No lo entiendes, mamá! Yo lo amo, ¿por qué no puedes aceptarlo? —gritó Camila, con los ojos llenos de lágrimas, mientras la lluvia golpeaba las ventanas de nuestra casa en Villa Esperanza.
Sentí que el corazón se me partía en dos. Mi hija, mi niña, la misma que acuné entre mis brazos cuando los apagones nos dejaban a oscuras en los años duros, ahora me miraba como si yo fuera su enemiga. ¿En qué momento se volvió tan difícil comunicarnos?
—No es cuestión de amor, Camila. Es cuestión de futuro. ¿No ves que ese muchacho no tiene ni ganas de trabajar? —le respondí, tratando de mantener la voz firme, aunque por dentro me temblaba todo.
Camila apretó los labios y se cruzó de brazos. Su padre, Ernesto, miraba desde la puerta del comedor, sin atreverse a intervenir. Siempre fue más blando con ella. Yo, en cambio, sentía la responsabilidad de protegerla incluso de sí misma.
La historia comenzó hace un año, cuando Camila conoció a Julián en la feria del pueblo. Él era simpático, sí, y tenía esa sonrisa fácil que conquista a cualquiera. Pero pronto notamos que pasaba más tiempo en la plaza jugando dominó con sus amigos que buscando trabajo. Mi hija, tan estudiosa y soñadora, empezó a cambiar. Ya no hablaba de sus planes para estudiar medicina en la universidad de la capital; ahora todo giraba en torno a Julián.
—Mamá, él tiene otros talentos. No todo en la vida es dinero —me decía Camila cada vez que intentaba hablarle del tema.
Pero yo veía cómo llegaba tarde a casa porque Julián la convencía de ir a ver partidos o a tomar cerveza en el parque. Veía cómo sus notas bajaban y cómo su risa se volvía más apagada. Ernesto y yo discutíamos todas las noches en voz baja para que ella no nos oyera.
—Tal vez estamos exagerando —me decía él—. Es joven, ya se le pasará.
Pero yo sabía que no era así. En nuestro barrio, las historias de mujeres que sacrificaron sus sueños por hombres sin ambición eran muchas. Mi propia hermana, Lucía, terminó criando sola a sus hijos porque su marido nunca quiso trabajar más allá de lo necesario para comprar una botella de ron.
Una tarde, después de una discusión especialmente dura, salí al patio y me senté junto al limonero que plantamos cuando Camila nació. Lloré en silencio, preguntándome si había fallado como madre. ¿No le enseñé acaso el valor del esfuerzo? ¿No le mostré con mi propio ejemplo lo que significa luchar cada día?
Esa noche soñé con mi madre. La vi sentada en su vieja mecedora, tejiendo y murmurando oraciones para protegernos del mal. Me desperté con el corazón apretado y una decisión: tenía que hablar con Julián.
Lo cité en la panadería del pueblo. Él llegó tarde, como siempre, con la camisa arrugada y el cabello despeinado.
—¿Qué tal, doña Marta? —me dijo con esa sonrisa suya.
—Julián, quiero hablarte como madre —le dije sin rodeos—. Mi hija te quiere mucho, pero yo necesito saber qué planes tienes para el futuro.
Él bajó la mirada y jugueteó con una servilleta.
—Yo… no sé bien todavía. La vida está difícil. Pero Camila me hace feliz.
—¿Y eso basta? —le pregunté—. ¿No crees que ella merece más?
Se encogió de hombros y murmuró algo sobre buscar trabajo “cuando se dé la oportunidad”. Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podía mi hija no ver lo mismo que yo?
Volví a casa derrotada. Esa noche discutimos fuerte con Camila. Gritamos cosas que nunca debimos decirnos. Ella terminó encerrada en su cuarto llorando y yo sentí que la distancia entre nosotras era un abismo imposible de cruzar.
Pasaron los días y el ambiente en casa se volvió irrespirable. Ernesto intentaba mediar, pero cada palabra suya era como gasolina sobre el fuego. Una tarde escuché a Camila hablando por teléfono:
—No me importa lo que digan mis papás. Si tengo que irme contigo, lo haré.
Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. ¿Y si realmente se iba? ¿Y si perdía a mi hija por aferrarme a mis miedos?
Esa noche no pude dormir. Recordé mi propia juventud, cuando me enamoré de Ernesto contra la voluntad de mi padre. Él tampoco tenía mucho entonces, pero tenía ganas de salir adelante. La diferencia era abismal: Ernesto trabajó desde los quince años para ayudar a su familia; Julián ni siquiera parecía querer intentarlo.
Al día siguiente busqué a Camila en su cuarto. Estaba sentada en la cama mirando fotos viejas.
—Hija —le dije suavemente—, sé que me odias ahora mismo, pero quiero que sepas que todo lo hago porque te amo.
Ella me miró con los ojos rojos.
—No te odio, mamá… Solo quiero ser feliz.
Me senté junto a ella y tomé su mano.
—¿Y si tu felicidad hoy es tu tristeza mañana? —le pregunté—. No quiero verte sufrir como tantas mujeres en nuestro barrio.
Camila suspiró y apoyó la cabeza en mi hombro.
—No sé qué hacer… Lo amo, pero también extraño mis sueños.
La abracé fuerte y lloramos juntas. Por primera vez en meses sentí que mi hija volvía a ser mi niña.
Los días siguientes fueron de silencio y reflexión. Camila empezó a salir menos con Julián y retomó sus estudios poco a poco. No sé si fue por nuestras palabras o porque algo dentro de ella cambió al ver la realidad sin el velo del enamoramiento adolescente.
Un mes después me confesó:
—Mamá… creo que tienes razón. Julián es bueno conmigo, pero no quiere cambiar. Yo sí quiero algo más para mi vida.
Lloré de alivio y le agradecí a Dios por escuchar mis oraciones. Pero también sentí culpa por haber dudado de ella y por haber sido tan dura.
Hoy Camila estudia enfermería y sueña con ayudar a otros. Julián sigue en la plaza con sus amigos; a veces lo veo desde lejos y me pregunto si algún día cambiará.
A veces me pregunto: ¿Hice bien al intervenir? ¿O debí dejarla aprender por sí misma? ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?