Mi hija, treinta y tantos, y aún no crece: el grito silencioso de una madre en Lima
—¡Lucía, por favor, apaga esa música!— grité desde la cocina, mientras el reggaetón vibraba por toda la casa. Eran las once de la mañana de un martes cualquiera y mi hija, con treinta y tres años cumplidos, seguía bailando en pijama como si fuera sábado por la noche. Me apoyé en la mesa, sintiendo el peso de los años en la espalda y el corazón.
A veces me pregunto en qué momento se rompió el hilo invisible que une a las madres con sus hijas. ¿Fue cuando su padre nos dejó? ¿O cuando Lucía decidió que la universidad era una cárcel y que la vida estaba hecha para disfrutarla sin horarios ni compromisos? Yo, Rosa Gutiérrez, contadora jubilada de Surquillo, nunca imaginé que mi mayor batalla sería contra la adolescencia eterna de mi propia hija.
—Mamá, relájate. La vida es una sola— me dijo Lucía esa mañana, mientras se servía cereal con leche como si tuviera quince años. —¿Por qué te molesta tanto que sea feliz?
No supe qué responderle. ¿Feliz? ¿Eso era felicidad? ¿Vivir de trabajos temporales, salir cada fin de semana con amigos que cambiaban como las estaciones, volver a casa a las tres de la mañana y dormir hasta el mediodía? Yo solo veía vacío y miedo al compromiso.
Recuerdo cuando Lucía era niña. Siempre fue inquieta, creativa, soñadora. Le encantaba pintar murales en las paredes del patio y escribir historias en cuadernos viejos que yo le traía del trabajo. Después del divorcio, me prometí que nunca le faltaría nada. Trabajé horas extras, rechacé invitaciones a salir con amigas, todo para que ella tuviera lo que yo no tuve: libertad para elegir su camino.
Pero ahora siento que esa libertad se volvió una jaula sin barrotes. Lucía no quiere crecer. No quiere responsabilidades. No quiere irse de casa ni pensar en el futuro. Y yo… yo estoy cansada.
—¿Hasta cuándo piensas vivir así?— le pregunté una tarde, después de encontrarla llorando en su cuarto porque una amiga se había mudado a México.
—No sé, mamá. ¿Por qué tengo que tener todo resuelto? Tú tampoco lo tuviste a mi edad— me respondió con los ojos rojos y la voz temblorosa.
Tenía razón. Yo tampoco lo tuve resuelto. Pero no tuve opción. A los veinte ya trabajaba en una oficina y a los veintidós ya era madre soltera. No había tiempo para dudas ni para fiestas interminables.
Las discusiones se volvieron rutina. Yo insistía en que buscara un trabajo estable, que ahorrara, que pensara en independizarse. Ella me acusaba de querer controlarla, de no entender los tiempos modernos, de ser una «boomer» amargada.
Una noche, después de una pelea especialmente dura, me encerré en mi cuarto y lloré como hacía años no lo hacía. Me sentí sola, derrotada. ¿En qué fallé? ¿Fui demasiado blanda? ¿Demasiado estricta? ¿O simplemente la vida cambió y yo no supe adaptarme?
Al día siguiente, mientras revisaba viejas carpetas de mi época de contadora, encontré una carta que Lucía me escribió cuando tenía diez años:
«Mamá: Gracias por cuidarme siempre. Cuando sea grande quiero ser como tú: fuerte y valiente. Te amo mucho. Lucía.»
Leí esas palabras una y otra vez. ¿Dónde quedó esa niña? ¿En qué momento se perdió entre fiestas y trabajos pasajeros?
Decidí hablar con mi hermana Carmen, que vive en Arequipa. Le conté todo por teléfono mientras preparaba café.
—Rosa, tienes que soltarla— me dijo con voz firme.— Si sigues resolviéndole la vida, nunca va a aprender.
—¿Y si le pasa algo? ¿Y si se queda sola?
—Todos tenemos miedo por nuestros hijos. Pero si no los dejamos caer, nunca van a aprender a levantarse.
Esa noche no dormí pensando en las palabras de Carmen. Al día siguiente, cuando Lucía llegó tarde otra vez y dejó sus zapatos tirados en la sala, respiré hondo y le dije:
—Lucía, tenemos que hablar.
Se sentó frente a mí con cara de fastidio.
—No puedo seguir así— le dije.— Te amo más que a nada en este mundo, pero necesito descansar. Necesito saber que puedes cuidar de ti misma.
Por primera vez en mucho tiempo vi miedo en sus ojos.
—¿Me vas a echar?
—No quiero hacerlo. Pero tampoco puedo seguir siendo tu salvavidas cada vez que te ahogas.
Se hizo un silencio largo. Luego Lucía se levantó y se encerró en su cuarto. Esa noche no cenó conmigo ni me dio las buenas noches.
Pasaron días sin hablarnos más allá de lo necesario. Yo me sentía culpable pero también aliviada. Empecé a salir a caminar por el malecón de Miraflores, a tomar café con amigas del barrio, a leer novelas que tenía olvidadas.
Una tarde encontré a Lucía sentada en la sala con su laptop abierta y varios papeles esparcidos sobre la mesa.
—Estoy buscando trabajo fijo— me dijo sin mirarme.— Y también vi unos cuartos para alquilar cerca del centro.
Sentí un nudo en la garganta. Quise abrazarla pero me contuve.
—Me alegra mucho— logré decir.— Si necesitas ayuda para revisar tu CV, avísame.
No fue fácil para ninguna de las dos. Hubo recaídas: noches de fiesta inesperadas, días enteros sin salir de la cama. Pero poco a poco Lucía empezó a cambiar. Consiguió un trabajo en una agencia de publicidad y empezó a ahorrar para mudarse.
El día que se fue de casa lloramos juntas en la puerta. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Gracias por no rendirte conmigo.
Ahora la casa está más silenciosa pero también más ligera. A veces extraño el caos de sus risas y su música alta. Otras veces disfruto del silencio y la libertad recuperada.
Me pregunto si hice lo correcto o si debí esperar un poco más antes de empujarla al mundo real. ¿Cuándo es el momento justo para soltar a los hijos? ¿Cómo aprendemos las madres a dejar ir sin sentirnos culpables?
¿Ustedes también han sentido ese miedo y esa culpa? ¿Cómo lograron encontrar el equilibrio entre cuidar y soltar?