Mi madre me dio la espalda: Sobrevivir siendo madre soltera en el corazón de México

—¡No Mariana, ya te lo dije! Yo ya crié a mis hijos, ahora me toca descansar. No me pidas que me haga cargo de tus chamacos —me gritó mi madre desde la puerta de su casa, cerrándola con fuerza antes de que pudiera decir una palabra más.

Me quedé parada en la acera, con el corazón hecho trizas y los ojos llenos de lágrimas. Mis tres hijos, Emiliano de ocho años, Valeria de cinco y el pequeño Mateo de dos, me miraban con esa mezcla de miedo y esperanza que sólo los niños conocen. Era martes por la tarde y yo tenía que estar en el turno nocturno del hospital, pero no tenía con quién dejarlos. Mi madre era mi última opción, pero ella… ella simplemente me dio la espalda.

Mi esposo, Rodrigo, había muerto hacía apenas seis meses en un accidente de tránsito en la Calzada de Tlalpan. Desde entonces, mi vida se volvió una batalla diaria: pagar la renta del cuartito donde vivimos, conseguir comida suficiente, mantener a los niños en la escuela pública y, sobre todo, encontrar quién los cuidara mientras yo trabajaba como auxiliar de enfermería. La familia de Rodrigo vivía en Veracruz y apenas si llamaban para preguntar cómo estábamos. Mis hermanos estaban lejos, cada uno con sus propios problemas. Y mi madre… mi madre sólo repetía que ya había hecho su parte.

Esa noche, mientras preparaba arroz con frijoles para cenar, Emiliano se acercó y me abrazó por la cintura.
—¿Por qué abuela no quiere ayudarnos?

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a un niño que a veces el amor se agota o se transforma en indiferencia? ¿Cómo decirle que hay heridas viejas entre mi madre y yo que nunca sanaron del todo?

Recordé cuando era niña y mi madre trabajaba doble turno en una fábrica de costura para mantenernos. Siempre estaba cansada, siempre de mal humor. Yo juré que nunca sería como ella, pero ahora me veía repitiendo su historia, solo que sin nadie que me cubriera la espalda.

Al día siguiente, llegué tarde al hospital porque tuve que dejar a los niños con Doña Lupita, una vecina mayor que aceptó cuidarlos por unas monedas. En el trabajo, mi jefa me llamó la atención por mi impuntualidad.
—Mariana, entiendo tu situación, pero si sigues llegando tarde tendré que buscar a alguien más responsable —me dijo sin mirarme a los ojos.

Sentí rabia e impotencia. ¿Responsable? ¿Acaso no era responsable levantarme cada día para luchar por mis hijos? ¿No era responsable buscar ayuda donde no la había?

Las semanas pasaron y la situación empeoró. Doña Lupita enfermó y ya no pudo cuidar a los niños. Empecé a llevarlos conmigo al hospital y los dejaba en una salita vacía mientras trabajaba. Un día, Valeria se perdió en el pasillo y casi la atropellan con una camilla. Me llamaron la atención otra vez y me amenazaron con despedirme.

Una noche, desesperada, fui a casa de mi madre. Toqué la puerta una y otra vez hasta que salió.
—Mamá, por favor… sólo necesito unas horas para poder trabajar. No te pido dinero ni nada más. Son tus nietos —le supliqué entre lágrimas.

Ella me miró fría.
—Tú decidiste tener hijos, Mariana. Yo ya no puedo con eso. Además, sabes bien que nunca quise cargar con tus problemas —me respondió antes de darme la espalda.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan grande que casi no podía respirar. Me fui caminando bajo la lluvia con mis hijos dormidos en brazos. Esa noche pensé en rendirme. Pensé en dejarlo todo y desaparecer. Pero cuando vi las caritas dormidas de mis hijos, supe que tenía que seguir luchando.

Empecé a limpiar casas por las mañanas y a vender gelatinas en las tardes. Los niños me ayudaban; Emiliano cargaba la charola y Valeria gritaba «¡Gelatinas frescas!» en el mercado. No era mucho dinero, pero al menos podía estar cerca de ellos.

Un día, mientras vendíamos en el parque, una señora elegante se acercó y me preguntó por qué los niños no estaban en la escuela.
—No tengo con quién dejarlos —le expliqué avergonzada.

Ella resultó ser directora de una fundación para madres solteras. Me ofreció ayuda: becas para los niños y un trabajo medio tiempo en la oficina de la fundación. Por primera vez en meses sentí esperanza.

Poco a poco las cosas empezaron a mejorar. Los niños regresaron a clases y yo tenía un empleo digno. Pero el dolor por el rechazo de mi madre seguía ahí, como una herida abierta.

Hace poco la vi en el mercado. Me miró de lejos pero no se acercó. Sentí ganas de correr hacia ella y abrazarla, pedirle perdón por lo que fuera que hice mal… pero algo me detuvo. Tal vez algún día podamos sanar nuestras heridas. Tal vez no.

A veces me pregunto si hice bien al seguir adelante sola o si debí insistir más con mi madre. ¿Cuántas mujeres como yo viven esta misma historia todos los días? ¿Cuántas madres solteras sobreviven sin ayuda ni compasión?

¿De verdad estamos solas o hay esperanza para nosotras? ¿Qué harían ustedes si su propia madre les diera la espalda?